La Jornada Semanal, 22 de agosto de 1999
Julio Scherer García y Carlos
Monsiváis,
Parte de guerra. Tlatelolco 1968.
Documentos
del general Marcelino García Barragán.
Los hechos y la
historia,
Aguilar (Nuevo Siglo),
México,
1999.
Jorge G. Castañeda,
La
herencia. Arqueología de la
sucesión presidencial en
México,
Alfaguara (Extra),
México, 1999.
Por qué?'' Este es el título del cartón todo negro que publicó Abel Quezada en Excélsior, el 3 de octubre de 1968. Hoy, más de treinta años después de la matanza de Tlatelolco, esa misma pregunta sigue sin respuesta y continúa rondándonos obsesiva. Desde 1971, al recoger en La noche de Tlatelolco los testimonios de una gran cantidad de testigos y víctimas, Elena Poniatowska reflexionó: ``Posiblemente no sepamos nunca cuál fue el mecanismo interno que desencadenó la masacre de Tlatelolco. [...] La noche triste de Tlatelolco -a pesar de todas sus voces y testimonios- sigue siendo incomprensible. ¿Por qué? Tlatelolco es incoherente, contradictorio. Pero la muerte no lo es. Ninguna crónica nos da una visión de conjunto. Todos -testigos y participantes- tuvieron que resguardarse de los balazos, muchos cayeron heridos...''
Como en las batallas napoleónicas narradas por Stendhal y Tolstoi, nadie, ni el mismo general en jefe, puede tener una visión global de lo que pasó. Durante los últimos años los estudios sobre el Movimiento Estudiantil se han acumulado, comenzando en 1969 con los dos gruesos volúmenes de Ramón Ramírez, que incluyen un análisis, una detallada cronología y una amplia compilación documental. Se han publicado varios testimonios y análisis desde todas las perspectivas: política, social, económica, cultural, ideológica, religiosa, etcétera. En 1998, al conmemorarse los treinta años del Movimiento, se dieron a conocer nuevos testimonios y puntos de vista, se precisaron informaciones, pero sobre todo se confirmó la necesidad de exigir al gobierno la apertura de la documentación oficial con el fin de acceder a la verdad sobre la sangrienta represión. El 2 de octubre de 1968 sigue siendo un enigma, un hoyo negro en el pasado reciente de México.
Con todo, se dio un importante avance con la publicación, en abril de este año, de La herencia. Arqueología de la sucesión presidencial en México, de Jorge G. Castañeda, y, en junio, de Parte de guerra. Tlatelolco 1968. Documentos del general Marcelino García Barragán. Los hechos y la historia, de Julio Scherer García y Carlos Monsiváis. Ambas son obras de notable interés historiográfico, por la importancia de las fuentes que aportan -abundantes entrevistas orales en el libro de Castañeda sobre las sucesiones presidenciales en México entre 1970 y 1994-, y documental, por los textos sobre la intervención militar entre el 29 de agosto y el 29 de octubre de 1968, que presentan Scherer y Monsiváis.
En la ``Advertencia al lector'' de Parte de guerra, los editores de Aguilar señalan: ``por primera vez, a través de los documentos del general Marcelino García Barragán, podemos comprender lo que en realidad sucedió''. Más adelante agregan: ``La memoria de tan funesta desgracia cuenta hoy con la verdad. El 2 de octubre no es menos ignominioso hoy que antes, pero al menos ahora podemos conocer la verdad, sabemos la verdadera responsabilidad de los protagonistas...'' Este triunfalismo historiográfico es exagerado y suena comercial y aun tendencioso. Los documentos militares presentados (unas ochenta páginas), no aseguran, por sí solos, una respuesta válida al ¿por qué? del 2 de octubre; y Scherer y Monsiváis no ofrecen propiamente un análisis o una crítica de estos documentos, por lo que su ``verdad'', como la de toda fuente histórica, se mantiene sujeta a múltiples interpretaciones y conjeturas.
Parte de guerra está dividido en tres secciones. En la primera, Julio Scherer describe con brevedad y garra periodística las circunstancias en las que el nieto del general García Barragán le hizo llegar los documentos reunidos por su abuelo y que se publican en el libro. Es patente el aprecio y el respeto del periodista por el general García Barragán, secretario de la Defensa Nacional del presidente Gustavo Díaz Ordaz, y por su hijo, el político Javier García Paniagua, recientemente fallecido. De este modo, Scherer no sólo legitima la autenticidad de los documentos, sino también la calidad moral del general. Aunque despierte suspicacias, la sinceridad de Scherer es historiográfica y moralmente agradecible.
En seguida se presentan los documentos: en primer lugar, Scherer extracta varias notas del general García Barragán, incluyendo una ``autoentrevista''; después se reproducen facsímiles de varias órdenes e informes de acciones militares firmadas por el general José Hernández Toledo, que van del 29 de julio al 5 de octubre de 1968; finalmente se transcribe el texto titulado ``Hechos sobresalientes del problema estudiantil y actuación del ejército para mantener el orden'', elaborado por la Subjefatura del Estado Mayor de la Secretaría de la Defensa Nacional y avalado en cada página por la firma del general García Barragán. Cierra el volumen un largo y magnífico ensayo-crónica de Carlos Monsiváis sobre el conjunto del Movimiento Estudiantil, que cita los documentos militares, sin dedicarles un análisis específico.
Al aparecer Parte de guerra, la prensa enfatizó sobre todo la noticia de que el general Luis Gutiérrez Oropeza, jefe del Estado Mayor Presidencial del presidente Díaz Ordaz, fue quien puso en lo alto de los edificios de la Plaza de las Tres Culturas a los francotiradores que dispararon contra los estudiantes y contra el ejército, provocando un enfrentamiento tremendo y confuso. Se mantiene la responsabilidad del presidente Díaz Ordaz, en cuanto comandante supremo de las Fuerzas Armadas, pero el general Gutiérrez Oropeza queda como el villano de la historia, con lo que se exonera de responsabilidad al general García Barragán y al Ejército Mexicano (incluyendo al Batallón Olimpia, que sólo habría tenido órdenes de capturar a los integrantes del Consejo Nacional de Huelga). De paso, también queda libre de culpas directas Luis Echeverría, secretario de Gobernación y sucesor del presidente Díaz Ordaz.
Aunque comparte el triunfalismo historiográfico de los editores de Parte de guerra, Monsiváis es mucho más matizado al precisar la aportación de los documentos del general García Barragán, que ``integran por fin un panorama coherente. ¿Coherente en qué sentido? En el de las versiones que se complementan. Por fin, así sea de modo muy ceñido, disponemos de la perspectiva faltante, y corroboramosÊla visión estudiantil que, sin embargo, peca por insuficiencia. Nunca, ni siquiera después de la toma de Ciudad Universitaria y Zacatenco, el Movimiento Estudiantil se considera enfrentado al Ejército...'' Los estudiantes no se sabían opuestos a un gobierno presa de la ``Teoría de la Conjura, que está en el principio y en el fin del Movimiento. A la falsa alarma sucede la verdadera represión''. Monsiváis se distancia de la inculpación personal al general Gutiérrez Oropeza, dándole este sentido más global a los documentos del general García Barragán, como prueba irrefutable de que, desde los primeros momentos, un gobierno paranoico enfrentó como a un enemigo militar a un movimiento de legítima protesta estudiantil contra la injusta, vejatoria y desmedida represión gubernamental.
En cuanto a Echeverría, Monsiváis no intenta probar su injerencia directa en el Movimiento y su represión, y se limita a criticar su falta de autocrítica, al pretender olvidar que él ``y sus compañeros de Gabinete se adecuaron al temperamento presidencial, endurecieron la expresión y la actitud, se opusieron al diálogo, calificaron al Movimiento de `subversivo'''. Pero en lo fundamental, para Monsiváis el gran culpable sigue siendo el presidente Díaz Ordaz: ``Cuando proyecta el Gran Castigo del 2 de octubre (no toma la decisión solo, no la toma acompañado), lo hace porque en su lógica ceder a la protesta es compartir el mando.''
Pese a la severidad de su crítica, Monsiváis prefiere no tomar en cuenta las serias conjeturas sobre la intervención de Echeverría en el Movimiento y su represión que levantó Jorge G. Castañeda en La herencia. Al igual que el Movimiento del 68, los mecanismos del ``tapadismo'' mexicano, la selección por los presidentes de su sucesor a través del ``dedazo'', sigue siendo un tema oscuro, mal conocido. Castañeda decidió aprovechar que la mayor parte de los participantes están vivos para realizar una amplia investigación de historia oral para elucidar las circunstancias de las sucesiones, desde la de Díaz Ordaz por Echeverría. Con el fin de aclarar las circunstancias de sus respectivas selecciones y las de sus sucesores, Castañeda entrevistó largamente, con sensibilidad y agudeza, a los ex presidentes Luis Echeverría, José López Portillo, Miguel de la Madrid y Carlos Salinas. No sé si sea un consuelo darse cuenta de que ninguno es tonto en lo más mínimo, pero sí provoca desazón que ninguno reconozca algún error grave o exhiba alguna muestra de arrepentimiento. Castañeda presentó estas entrevistas -debidamente autentificadas, como es su costumbre- en la primera parte (``La historia de los vencedores'') y las aprovechó, junto con otras entrevistas a gran cantidad de políticos mexicanos, para escribir una serie de ensayos sobre las sucesiones mencionadas, que conforma la segunda parte (``La visión de los vencidos'').
El libro, de 550 páginas, se devora como una apasionante novela política y policiaca. Castañeda enfatiza los daños tremendos que este sistema de sucesión presidencial ha ocasionado al país, como el estrechamiento de las opciones políticas, el ocultamiento y manejo político de la información, el servilismo y la traición, la falta de cooperación entre funcionarios. Llama la atención el caso de Miguel de la Madrid en 1981, secretario de Programación y Presupuesto que, con la ayuda de su joven colaborador Carlos Salinas de Gortari, presentó al presidente López Portillo una evaluación muy disminuida de los efectos de la baja de los precios internacionales del petróleo sobre el déficit fiscal. De haber presentado cifras verdaderas, se hubiese recortado el gasto público, imposibilitando la candidatura de De la Madrid, y seis años después la de Salinas. Por no tomarse las medidas económicas necesarias, la crisis golpeó con mucho mayor fuerza después del ``destape'' de De la Madrid. (Castañeda agregó más información sobre el caso en la décima reimpresión de La herencia.) Aunque de manera menos espectacular, la devaluación de 1982, empeorada por la ambición de una sola persona, tal vez hizo más daño a más mexicanos que la matanza del 2 de octubre.
Los hechos de Tlatelolco constituyen otro caso de desastre para el país, provocado por la subordinación de los imperativos políticos a intereses personales. Castañeda muestra el posible ``uso-instigación-aprovechamiento'' del Movimiento de 1968 y su sangrienta represión, por el secretario de Gobernación Luis Echeverría, con el fin de alcanzar la presidencia. No puedo resumir aquí los matizadosÊargumentos de Castañeda acerca del ``complot de Gobernación'', la ``celada echeverrista'' para eliminar a sus rivales. Me limito a señalar que la combinación de las informaciones de La herencia con los documentos del general García Barragán deja pensar en la posibilidad de una acción concertada de Luis Echeverría con el general Gutiérrez Oropeza, su aliado político, hombre de la total confianza del presidente Díaz Ordaz.
Las cosas, sin embargo, distan mucho de estar claras, particularmente en lo que se refiere a la inocencia del general García Barragán, que por una trampa de Echeverría habría mandado el Ejército a Tlatelolco, con las órdenes muy limitadas de impedir una manifestación al Politécnico. El Ejército, que desde el comienzo del Movimiento recibió órdenes de sólo disparar contra francotiradores, fue recibido en Tlatelolco precisamente por francotiradores, y contra ellos disparó en lo fundamental. Los testimonios orales y filmados de la matanza tienden a confirmar esta visión. Pero entonces surge la duda de por qué calló tanto tiempo el general García Barragán, y Julio Scherer sólo recibió los documentos de manos del nieto del general treinta años después de la matanza. Como un acto de limpieza moral, es deber del gobierno dar a conocer los documentos que nos permitan saber lo que realmente pasó
Myrta Sessarego
Borges y su
laberinto,
Editorial,
México, 1998
La obra de Jorge Luis Borges es de las más vitales y complejas, y también de las más resistentes a los afanes analíticos de los estudiosos de la Literatura. En los últimos tiempos, la reivindicación del escritor argentino ha alcanzado niveles inimaginables, tales como el intento de convertirlo en exponente de la literatura posmoderna basándose en su soberbio uso de la ironía, la categoría ambigua -cuento, ensayo, biografía- en que se despliega su producción y esos universos del espejo dentro del espejo y de la ficción dentro de la ficción que cultivó como nadie. Probablemente, Borges sería el primero en reírse de este paradójico destino.
En Borges y su laberinto, Myrta Sessarego enfrenta el desafío de elaborar un texto de divulgación sin renunciar a la rigurosidad del especialista; para lograrlo explora la trayectoria literaria de Borges, la vincula con su entorno y destaca la gravitación que tuvo en su formación el mundo paterno. Acertado acceso al universo del autor, son particularmente interesantes los lazos que establece entre algunos de sus textos y las experiencias y circunstancias biográficas que los originaron. ``El destino literario como herencia'', el papel destacado de la biblioteca y del universo intelectual del padre, maestro e iniciador, resultan fundamentales para conocer el origen de aspectos decisivos de su obra. De todos modos, para aprehender más cabalmente la dicotomía borgiana y acorde con la preponderancia que adquiere en este volumen lo biográfico, hubiera sido enriquecedor recordar la hipótesis del escritor Ricardo Piglia sobre los dos linajes que cimientan la obra de Borges: el del padre, el mundo de la biblioteca y los libros, y el de la madre, descendiente de los guerreros de la independencia, referencia del culto al coraje siempre presente en los textos del autor.
Cuando se aleja del marco biográfico, Borges y su laberinto sucumbe a limitaciones propias de la propuesta (las mismas que supera con éxito, por ejemplo, cuando indica con precisión y claridad las características del lenguaje y de la sintaxis de sus textos); así, las temáticas recurrentes aparecen en una amplia enumeración -los tigres, el doble, el valor, el tiempo, etcétera-, muy borgiana por cierto, que es imposible desarrollar en tan limitado espacio. Borges ha dicho, con la ironía y la falsa modestia de la que tantas veces hizo gala, que estaba más orgulloso de los libros que había leído que de los que había escrito. Esta valoración de la lectura adquiere un sentido singular, otra vuelta de tuerca, si advertimos en sus textos la reelaboración lúdica y genial de las lecturas que fueron pilares de su universo literario: la enciclopedia británica, la literatura nórdica e inglesa, las obras fundamentales de la cultura universal y autores como de Quincey y Chesterton, considerados secundarios por el canon y que el escritor distingue como sus maestros.
Myrta Sessarego destaca que Borges ``inventó su propio género a medio camino entre el cuento y el ensayo'', aunque relativiza la intencionalidad del autor, su taimada estrategia, para decirlo con lenguaje de arrabal, cuando, por ejemplo, interpreta que: ``La timidez llevó a Borges a la presentación ambigua o equívoca de sus primeros cuentos, no declarando su condición de tales sino disimulándolos como historias verdaderas (Historia universal de la infamia) o presentándolos como una nota cronológica de algún escritor desconocido.''
Mapa de ruta de la producción del gran escritor, Borges y su laberinto cumple con el propósito de mencionar gran parte de las coordenadas de su obra y de las condiciones de su producción. Propuesta atrevida, más aún si recordamos que orientarse en un laberinto es una empresa quimérica y ambiciosa, y por eso bien vale el desafío.