La Jornada Semanal, 22 de agosto de 1999
Gran parte de la vanguardia ha puesto su atención en el tema del cuerpo en el mundo tecnológico. No se trata de un regreso al body art de los setenta, que pensaba en el cuerpo como la última defensa del individuo contra los procesos de homologación social. El body art cargaba al cuerpo de significados y valores, lo exaltaba como generador de identidad y como frontera infranqueable. Hoy, por el contrario, el cuerpo es penetrado, seccionado, fragmentado e integrado a la tecnología. Es el lugar en donde los extremos se funden, donde las diferentes realidades se encuentran. En este sentido, el cyborg y la transexualidad son fenómenos que, en formas diferentes, enuncian lo mismo: la nueva dimensión del cuerpo como articulación, coyuntura, complejidad encarnada. Un cuerpo que, bajo el régimen iconocrático, es vivido como simple motor de su prótesis, como interfase de un circuito, como materia prima donde inscribir pertenencias socioculturales, como sistema de órganos que deben ser modificados o sustituidos. Pero el sueño de aplicar al cuerpo el mundo es constante en nuestra civilización. Hombres con partes animales en su cuerpo son elementos de la antigua mitología, y si ahora los injertos no son patas de toro o cabezas de león sinoÊprótesis metálicas o plásticas, es sólo porque ya no vivimos en el mundo natural sino en el tecnológico. La vanguardia artística, en este sentido, es muy tradicional y describe con el lenguaje moderno de la tecnología un imaginario cultural que no pertenece sólo a este fin de siglo. Algunos ejemplos. En Stomach sculptures, el australiano Stelarc insertó en su estómago, después de haberlo inflado y haber extraído los jugos gástricos, unas esculturas de acrílico visibles con una endoscopía. En Fractal flesh, Stelarc estaba en Luxemburgo y su cuerpo recibía desde París, a través de sensores conectados a Internet, los impulsos que lo obligaban a hacer gestos involuntarios. La francesa Orlan pretende abrir nuevos horizontes a través de la manipulación de su cuerpo. Con nueve operaciones quirúrgicas (una de las cuales fue transmitida por Internet) ha transformado su aspecto en una mezcla de códigos estéticos de la historia del arte: Diana, Europa, Venus, Psique, la Gioconda son los modelos que ha tomado para que el cirujano utilizara su cuerpo como el lienzo del pintor. Tanto Stelarc como Orlan están a la zaga de los faquires y de Michael Jackson; sus performances todavía interpretan al cuerpo como objeto de la visión, contemplado más que vivido, como carne que una mente externa manipula, como esclavo de una razón inmaterial. Esto es consecuente con la separación platónico-cristiana entre el cuerpo y el alma que estos artistas aseguran combatir cuando no hacen más que convertir el concepto de conciencia, razón, espíritu o como queramos llamarlo, en una entidad tecnológica, sin lograr superar la dicotomía obsoleta entre la materia y el espíritu. Por lo menos, estos artistas nos ayudan a entender que la técnica es la forma contemporánea de la conciencia, una conciencia colectiva, ecuménica y sagrada. Así nos lo dice el filósofo italiano Emanuele Severino: ``la técnica es hoy la forma más poderosa de la salvación del hombre, [...] no puede quedarse como un simple medio susbordinado a otros fines [...] y está destinada a convertirse en el fin supremo''. Si la técnica ya es el horizonte de nuestra civilización, no sólo como ambiente sino también como mentalidad y visión de futuro, parece casi una obviedad la afirmación de Stelarc en el sentido de que ``el cuerpo es obsoleto'' en el contexto tecnológico. Pero hay que decir que el cuerpo es obsoleto para la técnica ante todo en el nivel ideológico. Si la técnica ha conquistado el lugar del fin supremo y se legitima por el aumento del poder humano que ofrece, entonces se ha instalado en el espacio de lo sagrado. Y en el Occidente las cosas sagradas definen a la realidad como algo torpe e incompleto que encuentra en la historia el camino hacia la redención. Una consecuencia de lo anterior es la obsolescencia del cuerpo. De aquí nacen el sueño y la realidad del cyborg, el nuevo Golem que es un icono de nuestros tiempos. Pero no nos damos cuenta de que ya todos somos cyborgs, con pupilentes en los ojos, marcapasos en el corazón, silicones en el busto, y que la aplicación de los instrumentos técnicos al cuerpo es la lógica consecuencia del proceso de dominación de la naturaleza y del conocimiento de sus leyes. La única diferencia entre el cyborg y el hombre tecnológico que lo antecede es la proximidad, la simbiosis entre cuerpo y tecnología, porque el hombre tecnológico ya tenía como pies las llantas del auto, como piel los ladrillos de su casa, como ojos las telecámaras, como palabra el teléfono, como memoria la computadora. Si hoy el cuerpo es obsoleto porque vive en un mundo tecnológico, también en el mundo natural sus deficiencias eran evidentes y fueron la causa y el origen de la técnica, ya que para sobrevivir, el hombre primitivo tenía el garrote que ``extendía'' la acción de sus manos y sus dientes. Como sucede muy a menudo, el mito antiguo nos puede ayudar a comprender la íntima relación entre cuerpo y tecnología.
El águila enviada por Zeus todavía picotea, y por la eternidad, el hígado de Prometeo, reo de haber robado el fuego a los dioses. Su robo puede recordar el pecado de Eva, que quiso acceder a las cosas divinas negadas a los humanos. En realidad, su acción es mucho más parecida al sacrificio de Cristo por la salvación del hombre. En Protágoras, Platón cuenta que después de haber creado a los mortales, los dioses encargaron a Epimeteo y a su hermano Prometeo la distribución de todas las especies de facultades para su sobrevivencia: fuerza, velocidad, alas, pieles duras, vellos espesos, uñas para escarbar. Al llegar a los humanos, Epimeteo se dio cuenta de que había agotado todas las facultades con los animales y había dejado al hombre ``desnudo, descalzo, descubierto y desarmado''. Entonces, ``en esta situación embarazosa, sin saber qué medio de salvación encontrar para el hombre'', Prometeo robó a los dioses el fuego, la ``sabiduría técnica'', para dar a los humanos la posibilidad de sobrevivir, exponiéndose así al castigo eterno. El mito plantea que el hombre, sin sus medios técnicos, hubiera sido destinado a la extinción y que, por lo tanto, la técnica es su pacto originario con el mundo. Esta verdad se enuncia también en el recuento de la caída de Adán y Eva, condenados a ganarse el pan con el sudor de su frente (Gén., 3, 17-19). El mito griego y la religión bíblica (es decir, las raíces de la civilización occidental) concuerdan al definir al hombre como un ser que no es, como son los animales, naturalmente apto para el mundo natural; un ser obligado a construirse su propio mundo para sobrevivir. La causa de esto son las fallas biológicas e instintivas de su cuerpo (corpori imperfecto tanquam talibus auxiliis privato, escribe Tomás de Aquino en la Summa Theologiae) causadas por el olvido de Epimeteo, que hacen del hombre ``el animal todavía no estabilizado'' (Nietzsche, Más allá del bien y del mal). La diferencia entre hombre y animal no se encuentra originariamente en la superioridad del hombre por tener una conciencia o una razón, sino en una inferioridad debida a las deficiencias naturales que le impiden adaptarse al mundo y lo obligan a transformarlo. La inteligencia del animal se dedica a encontrar formas de adaptación que no modifiquen el mundo natural: cuando un mono recoge una astilla para sacar de un agujero unos insectos, actúa técnicamente sin intentar construir un mundo alrededor de su acción, mientras que el hombre organiza tecnológicamente los recursos naturales, provocando la transformación o la desaparición de la naturaleza misma. El hombre, privado de los instrumentos naturales que tienen los cuerpos animales, siempre se ha visto obligado a confiar su destino a la razón y a las manos (``el cerebro externo del hombre'' para Kant), a su habilidad y a su experiencia, que suplen las fallas de un cuerpo inepto para la vida o para ampliar sus funciones. Al fin y al cabo, eso es la tecnología: la magnificación de las posibilidades corporales. Que el hombre está ligado a los instrumentos técnicos es muy claro para la etimología griega, donde organon significa los órganos del cuerpo y también los instrumentos materiales. Si la técnica es un destino y una necesidad con la cual el hombre manipula y organiza el mundo, y si el mundo es ``una reserva infinita de significados latentes de donde surgen los que la acción vuelve manifiestos'' (U. Galimberti, Psiche e Techne), entonces la técnica influye también en la identidad del hombre que, incrementando las posibilidades técnicas, debilita sus posibilidades físicas, pues, como decía Michel de Montaigne ya en el siglo XVI, ``nosotros hemos matado nuestros propios medios con los nuevos que hemos inventado'' (Ensayos, XXXVI). Fueron el desarrollo y la velocidad en este siglo de la tecnología nacida con el hombre, los que obligaron a decir a Max Horkheimer que ``as their telescopes and microscopes, their tapes and radios become more sensitive, individuals become blinder, more hard of hearing, less responsive'' (en la medida en que sus telescopios, microscopios y radios son más sensitivos, los individuos se van volviendo más ciegos, más duros de oído y menos responsables). De hecho, mi abuelo sabía que un aguacero se acercaba con sólo olfatear el aire, mientras yo sólo puedo saberlo gracias al Weather Channel. Nosotros nunca hemos habitado la naturaleza, sólo hemos tenido con ella relaciones que poco a poco han ido desapareciendo. Origen y destino del hombre es vivir en la cultura, que es naturaleza manipulada. Allí podemos decidir si vivir el cuerpo como software de esa cosa misteriosa que es la conciencia, o como hardware de esa realidad que es la existencia. ``En la edad electrónica nos ponemos la humanidad entera como piel'', decía Marshall McLuhan. Si eso es un sueño, una pesadilla o una realidad es algo que cada quien elige.