MAR DE HISTORIAS
La vida en común
* Cristina Pacheco *
Necesitaba decírselo a alguien. Ante la imposibilidad de hallar confidentes a la dos de la mañana escribí en mi agenda: "Nunca imaginé que lamentaría el reencuentro con Sergio". Desistí de poner algo más: esa frase era el epitafio sobre nuestro pasado en común.
No pude dormir. Me lo impidió el recuerdo de la palabra con que Sergio se había dirigido a Lidia, su esposa, durante la cena en casa de José: "Mami". La primera vez pensé que era una alusión velada a nuestras antiguas conversaciones y le sonreí. No me correspondió. En cambio, los labios de Lidia se alargaron en un gesto de satisfacción semejante al de un niño cuando termina de beber algo que le agrada.
Pensé: tal vez fue la expresión aniñada de Lidia lo que fascinó a Sergio. Sin embargo, descubrí en ella otras cualidades de esposa perfecta: su solicitud, su discreción y sobre todo su incondicionalidad para celebrar los chistes del marido. Me di cuenta de que los había dicho mil veces cuando "Mami" Festejó uno por anticipado. Luego fue más allá en el cumplimiento de su deber: le dictó a su marido el final de una ocurrencia.
Los imaginé como dos cansados payasos que se prestan auxilio mutuo para escamotearle al público sus errores y olvidos. No obstante, tuve ganas de recordarle a Sergio el noveno punto de nuestro Decálogo -"Nunca nos dirigiremos uno a otro en términos de papi y mami"- y de advertirle que con su falta estaba traicionando por segunda vez nuestras relación.
II
La primera fue cuando regresó de Campeche. Me citó para decirme que algo había ocurrido y necesitaba explicármelo. Antes de que lo hiciera le pregunté: "ƑCómo se llama?" El me miró sorprendido y se limitó a sonreír. Interpreté el gesto como un reconocimiento a mi perspicacia. Después entendí que había sido una muestra de gratitud por ahorrarle el tener que decírmelo todo desde el principio.
Me tomó del brazo y seguimos caminando. Ibamos muy cerca uno del otro. Pretendí que todo seguía como antes hasta que respondió a mi pregunta: "Se llama Lidia". Dije una tontería: "Es un nombre muy corto". Ambos nos echamos a reír y continuamos paseando en silencio. Yo ansiaba que algo nos llevara hacia el mejor final.
Como para secundar mis pensamientos, Sergio me arrastró hacia el primer café que descubrimos. El sitio era desolador y duplicó mi tristeza. Me sobrepuse recordando el punto cuatro de nuestro Decálogo: "Nada de escenitas". Contuve el llanto, no el miedo que sentí cuando me dije: "Llegará el momento en que pidamos la última taza de café, bebamos hasta los posos y después tengamos que despedirnos". ƑCómo, con qué palabras? Según yo, habíamos agotado el repertorio planteando todas las situaciones probables, pero jamás nos habíamos referido a la posibilidad de una separación, y menos por causa de "una Lidia".
Sergio insistió en que tenía que explicarme las cosas. Le aseguré que no era necesario. No me escuchó y se soltó a hablar de prisa, como lo hacía mi padre en la estación de ferrocarril cuando mi hermano y yo éramos niños y él estaba a punto de partir. Iba a decírselo a Sergio pero me contuve. Por primera vez no compartí con él mis recuerdos y hasta me arrepentí de haberle revelado otros: tarde o temprano, se los contaría a Lidia.
Me sentí muy confundida. Aunque era incapaz de seguir las explicaciones de Sergio, me daba cuenta de que aludía con excesiva frecuencia a Lidia. En su ansia de repetir aquel nombre vi reflejada la mía por pronunciar el suyo, sobre todo cuando se iba de viaje. Tuve curiosidad por saber si, ya casado, conservaría su ritmo de vida. Yo sola me respondí: "desde luego".
En eso habíamos quedado él y yo cuando planeamos nuestro futuro en común. "El matrimonio no tiene por qué ser mutilación ni sacrificio. Si nos casamos no dejaré de viajar. Es muy importante que haga en las pequeñas comunidades obras útiles para la gente".
La defensa de su vocación lo era también de la mía: "Cuando seas mi esposa no voy a prohibirte que continúes tus investigaciones en el herbario".
Durante el tiempo que duró nuestra relación, Sergio y yo invertimos muchas horas en diseñar estrategias para que nuestro futuro matrimonio no terminara como casi todos. Al fin escribimos lo que en broma consideramos la anti-Epístola de Melchor Ocampo: el Decálogo de los perfectos casados. "Los domingos no pasearemos por los centros comerciales ni formaremos cola en los cines. No repetiremos los mismos chistes en privado ni en público. No iremos a balnearios de aguas sulfurosas. No haremos escenitas de celos. No tendremos cortinas de baño con peces burbujeantes ni pintaremos las paredes de verde. No colgaremos nuestros retratos en la sala. No hablaremos de estreñimiento ni de jubilación. No compraremos el compact Una hora con Mozart. No nos dirigiremos uno a otro como papi y mami. Envejeceremos al mismo tiempo".
III
Recordé las que iban a ser las diez columnas de nuestra vida conyugal mientras Sergio se esforzaba en hacerme un retrato de Lidia y enumerar sus razones para amarla. Fracasó en sus dos objetivos. No logré imaginarme a Lidia ni su poder para destruir en unas cuantas horas la relación que Sergio y yo habíamos ido fortaleciendo a lo largo de un año.
Por fin llegamos al momento temido: la última gota de la última taza. Cuando salimos del café entendí que a partir de ese momento Sergio y yo tomaríamos diferentes caminos. Recordé otra vez el punto cuatro de nuestro decálogo: "No hacer escenitas de celos". Eso me dio fuerzas para aceptar el beso fraterno con que Sergio se despidió a las puertas de mi casa.
ƑNos separamos allí o al salir del café? No lo sé bien, a pesar de que recordé la escena cientos de veces. La imagen se congeló en mi memoria y luego se volvió tan sólida como otra puerta. La cerré con mucho cuidado, pero con firmeza, para asegurarme de que no intentaría abrirla de nuevo.
Respeté mi decisión pese a que hubo muchas oportunidades de reencontrarme con Sergio. Las evité porque me sentía imposibilitada de mantenerme serena ante Lidia. Para mi sorpresa, vi que era capaz de hacerlo la noche en que de casualidad coincidimos en una cena, y todo porque Lidia resultó prima de José. El es dibujante en el herbario. Me invitó a su cumpleaños. Asistí por el gusto de acompañarlo y también para terminar con mi aislamiento de meses.
IV
José ignoraba mi largo noviazgo con Sergio y la incómoda relación que me une a Lidia. Cuando nos presentó soltamos la carcajada. "ƑSe conocían?" Los dos respondimos con un movimiento de cabeza que Lidia envolvió en una sonrisa infantil, expectante. Intervino Sergio: "Mami, es Rosaura. Te he hablado mucho de ella..."
Lidia me ofreció la mano de uñas chatas donde lucía su argolla matrimonial. Dijo: "Ay, Papi, qué bueno eres para retratar a las personas: es exactamente como me la describiste". Tuve deseos de gritarle que estaba equivocada porque ella no era como él me la había descrito, sino todo lo contrario.
Por fortuna José me presentó a otros amigos. Todos formaban matrimonios. Cuando coincidí con Lidia en la puerta del baño, me dijo: "Tú y José hacen buena pareja". En la sala tomó por testigo a Sergio: "ƑNo lo crees, Papi? La respuesta me escalofrió: "Estoy de acuerdo, Mami". Sobre todo por eso escribí más tarde: "Nunca imaginé que iba a lamentar el encuentro con Sergio".
Mientras intentaba dormir recordé el sitio donde guardaba nuestro Decálogo. Lo saqué para leerlo por última vez. Aunque jamás volviéramos a vernos, a Sergio no le quedaría más remedio que ser fiel al último inciso: "Envejeceremos al mismo tiempo".