El alargamiento de la huelga universitaria entraña graves riesgos para la UNAM, para sus miembros y, por supuesto, para el país. No se trata, sin embargo, de levantarla a como dé lugar, sino de encontrar una salida justa y posible que signifique la victoria del movimiento y su continuación en el proceso de transformación universitaria. De lo contrario, igualmente perderemos todos.
La propuesta de los ocho distinguidos académicos, además de generar amplios consensos dentro y fuera de la institución, tiene el mérito de buscar que el movimiento trascienda el terreno contestatario y de resistencia al converger con los demás miembros y sectores de la comunidad, incluso con aquéllos que se hayan opuesto a la huelga en un punto que, sin duda, es un triunfo de los estudiantes rebeldes: la convicción generalizada de la caducidad de la estructura universitaria y de su necesaria reforma a través de la participación de todos. Sólo si esto se logra, la universidad podrá salir fortalecida de la crisis.
La principal dificultad con la que se ha enfrentado esta propuesta --y cualquier otra-- en el Consejo General de Huelga (CGH) es la profunda desconfianza que se le tiene a las autoridades universitarias. No es para menos. La burocracia se burló de la comunidad ignorando, adulterando o contraviniendo los acuerdos del congreso de 1990: el controvertido Reglamento General de Pagos se aprobó en una vergonzosa sesión clandestina; se han gastado millones de pesos de las arcas universitarias para denostar al movimiento; la Comisión de Encuentro sólo está facultada para decir que no; los abogados de la institución no encuentran mejor forma de desquitar el sueldo que presionando a la policía para que reprima a los estudiantes; un número importante de profesores que no se prestaron al fraude académico de las clases extramuros han sido castigados. En fin, razones para desconfiar de las autoridades sobran, y si además agregamos su cotidiana soberbia, prepotencia y desprecio por la comunidad, así como su jactanciosa actitud patrimonialista de la UNAM, a nadie puede sorprender la falta de legitimidad que sufren y que ahora es inocultable.
Cómo salvar la desconfianza es el enigma que se le plantea al CGH, máxime cuando es evidente que la vieja legalidad debe parir a la nueva. En efecto, las autoridades y órganos de gobierno con todo el desprestigio y falta de credibilidad que arrastran, son los únicos que tienen facultades legales para sancionar el proceso de reforma. Pensar siquiera que existen las condiciones para inventar la nueva universidad en un proceso al margen de la institucionalidad, y que éste sea reconocido por el resto de la comunidad y por el Estado, es sencillamente absurdo. Así pues, el único medio hoy posible de transformación incluyente y democrático de perspectivas reales para la UNAM, es aquél que cuente con el reconocimiento institucional.
Es imprescindible, entonces, llegar a acuerdos con autoridades que no son dignas de confianza; por ello, un asunto fundamental es el de las garantías para su cumplimiento. El doctor Adolfo Sánchez Vázquez tiene razón al afirmar que no puede haber garantías absolutas sino sólo relativas y que, efectivamente, la mayor de ellas será la capacidad de organización de la comunidad una vez terminada la huelga; sin embargo, éste es un punto en el que se debe precisar y enriquecer la llamada propuesta de los eméritos. La constitución de la comisión organizadora, la forma como se van a procesar las propuestas, el método para medir el consenso de las distintas posturas, la verificación de los acuerdos tomados y de la instrumentación de los resolutivos son algunos de los puntos ambiguos o sueltos. Recordemos que los mismos firmantes de la propuesta aceptan que ésta no es una versión final y terminada, sino que, por el contrario, se trata de un texto base cuyas modificaciones serán asunto para la negociación de las partes en conflicto.
El CGH debe resolver estas cuestiones a la brevedad, pues el tiempo es un factor que juega contra el movimiento, al menos hasta que éste haga una propuesta viable de solución al conflicto. Sólo de esta manera se podrá romper el aislamiento creciente, resistir la presión por la reanudación del nuevo semestre y revertir el desgaste retomando la iniciativa política. Esto implica, por supuesto, una nueva estrategia que vea al movimiento más allá de la huelga. Ciertamente, sin ésta no hubiera sido posible pensar en una inminente transformación universitaria, pero su prolongación indefinida acabaría volteándose contra los que la sostienen. El movimiento tendrá que plantearse su continuidad después de la huelga no sólo para conseguir los puntos que quedaran pendientes, sino para transformar radicalmente a la universidad.
El movimiento vive un momento de definición, el más importante desde el estallamiento de la huelga. Hace una nueva propuesta --que pudiera ser la de los eméritos modificada u otra-- o reitera una vez más la posición del no levantamiento hasta el cumplimiento cabal de los seis puntos. Que no nos quepa duda, se trata de la decisión del triunfo o la derrota. Espero que así lo entiendan los que les gusta nadar de muertito y muy aristotélicos hacen de estar en medio una virtud. La indefinición ahora, es tan grave como la provocación. El valor que se necesita debe darlo, espero, la conciencia de lo mucho que está en juego.
Una decisión tan importante debe apelar al conjunto de la comunidad estudiantil, como se hizo para decidir la huelga. Por ello, las asambleas deben ser de nuevo masivas y desarrollarse en un clima de tolerancia y respeto que permita la discusión rigurosa de las ideas y que, en su caso, consideren consultar al resto de los estudiantes. Es el momento decisivo: todos tenemos la palabra.