En estos tiempos de violencia por todos lados y de asesinatos sin resolver, no queda más que levantar el vuelo. Si el vuelo es sobre un pantano hay que evitar esa torpeza tan difundida de cruzarlo sin mancharse. Hay que meterse, batirse en el lodo de pico a cola y luego bañarse. Esto en el caso de que el vuelo sea sin máquina, a puro golpe de ala. Para los que nacimos sin ese talento queda el consuelo del avión. Antes de subirse a uno, en la sala de abordar, Luis Buñuel se bajaba la ansiedad con tragos de ginebra. Escondía la botella, según cuenta en sus memorias, en una bolsa de papel de estraza. Hay otros métodos para bajarse la ansiedad: pensar en la mujer que se ama, por ejemplo.
El aeropuerto es esa puerta mágica por donde se mete todo el planeta a una ciudad. El flujo de pasajeros de todas partes del mundo forma una red de túneles, funcionales pero invisibles, que conectan a una ciudad con otra: México con Nueva York, Nueva York con Madrid, Madrid con El Cairo y así hasta completar esa red inmensa que existe y funciona aunque no podamos verla. La naturaleza es sabia: si pudiéramos ver la red, no podríamos ver el cielo.
Los pasajeros abordan el avión. Unos con ginebra, otros pensando en la mujer que aman, otros, los menos, sin rastros de ansiedad. La azafata da las instrucciones. Nos avisa que durante el vuelo tendremos la oportunidad de asomarnos por la ventanilla para ver el mundo corriendo debajo de nosotros. Eso, de entrada, nos asombra. Comienza el vuelo. Uno de los pasajeros se levanta y dice: parece que el mundo corre pero en realidad nosotros vamos volando, a toda velocidad, encima de él. La azafata, especialista en el arte del vuelo, le dice: ``Lo siento señor, eso es algo que nadie ha podido comprobar''; y dicho esto recorre el pasillo para ver que todo esté en orden.
Veo que la mujer que vuela junto a mí le pide que se agache un poco para preguntarle algo, con discreción. Le pregunta cuántos años lleva volando. La azafata responde que nueve. El diálogo sigue más o menos así: -¿Nueve? -Sí, señora. -¿Será posible que después de tantos años pueda usted volar sin máquina? -Quiere usted decir, ¿a golpe de ala? -Sí, señorita. -Es probable señora, ya debo tener algo así como un honoris causa en vuelo. La señorita sigue su recorrido por el pasillo, yo la encuentro bellísima, del pico a la cola. El capitán habla por el micrófono. Dice su nombre, nos agradece que volemos por su aerolínea y nos comunica cierta información sobre el vuelo: ``Mañana el campo seguirá los galopes del caballo''. ``Mi alegría es mirarte solitaria en el diván del mundo''. ``Sin embargo, te advierto que estamos cosidos a la misma estrella''. ``Sólo en las afueras de la vida se puede plantar una pequeña ilusión''. ``Quema los ojos que te miran y los corazones que te aguardan''. ``Nuestro tiempo de vuelo será de dos caballos y un corazón desesperado. Gracias''.
Las instrucciones del capitán me suenan conocidas. Me asomo por la ventanilla, no estoy seguro si el mundo corre o nosotros volamos, pero el paisaje que contemplo no tiene vuelta de ojo, es un original de Vicente Huidobro: ``Mujer el mundo está amueblado por tus ojos, se hace más alto el cielo en tu presencia, la tierra se prolonga de rosa en rosa, y el aire se prolonga de paloma en paloma''.
Tengo deseos de preguntarle a la azafata si su honoris causa va a convertirla en águila o en paloma, pero me abstengo, qué más da, no puedo volar sin máquina. Mientras contemplo el paisaje de Huidobro que sigue ocupando la ventanilla, pienso en los que se bajan la ansiedad del vuelo con ginebra y en los que piensan en la mujer que aman. Recuerdo una línea de García Lorca que dice: ``El tren y la mujer que llena el cielo''. Y entusiasmado con el paisaje y con el vuelo, me tomo esta licencia: El avión y la mujer que llena el cielo.