En mi libro De la lucha de clases a la lucha de frases- nueva edición, corregida y ampliada (Taurus, 1995)-, se incluye una explicación razonada, a partir de sus afinidades teóricas y prácticas, de la diferencia existente entre propaganda y publicidad, dos términos que suelen utilizarse, arbitrariamente, como sinónimos. Desde sus orígenes históricos -la propaganda antecediendo a la publicidad-, no debiera haber dudas de que la primera nació como instrumento al servicio de las religiones y las ideologías, en tanto que la segunda se desarrollaría como instrumento al servicio de la economía y los intereses comerciales. La aclaración nos pareció necesaria en un momento en que el desplazamiento de la ideología por la política, bajo las nuevas influencias de la economía, podía enriquecer la duda ante la perspectiva de una realidad creciente: el ideal convertido en cosa, mediante el tránsito inocultable de la glorificación del hombre a la glorificación de la mercancía. Fenómeno alentado, determinantemente, por la hegemonía estadunidense y su entendimiento dominante del mercado, unido éste a su tendencia de transformar la política en un gran espectáculo de insultos chillones y feriantes divertidos, con todas las peculiaridades moralistas y festivas de un país elevado a la categoría de imperio.
Precisar las diferencias implícitas y manifiestas entre propaganda y publicidad, salvando matices y aperturas, nos pareció algo más que necesidad profesional y puntualización histórica o semántica: exigencia de orden y esclarecimiento en un escenario confuso de inversión terminológica, proclive al equívoco, expresado muchas veces en los usos alternativos de propaganda comercial y publicidad política. Quizá nos impulsara el deseo de enfrentarnos al concubinato de las palabras para descubrir la conjura anárquica de la indeferenciación, de la rutina cotidiana, más de cara al prejuicio que al juicio, en lo que constituye uno de los males más sintomáticos, la corrupción del lenguaje.
Los anticipos electorales a que hoy asistimos en México, hacen evidente la vigencia de tal equívoco. Se habla de propaganda y publicidad como si fueran la misma cosa. Y la palabra cosa abarca el reductivo operante de una y otra; con su conclusión sombría: se habla de hombres como si fueran productos. Imperan las estrategias, el vocabulario emblemático y los estereotipos que caracterizan a la publicidad más que a la propaganda, con todos los acentos y mimos competitivos del lenguaje publicitario. A tal grado que se recurre al anglicismo eufemístico del spot, huyendo, como de una vergonzosa acusación, de su propia identidad, el comercial, y olvidando el término justo, mensaje, inventado precisamente por la propaganda. Al mismo tiempo se secuestra la palabra mercadotecnia, acuñada en México, para reemplazarla con las del marketing político, procedentes de una nebulosa propaganda. No es de extrañar que, a menudo, algunos políticos se expliquen como publicistas y que algunos publicistas se expliquen como políticos.
Lo que muestran los prolégomonos electorales de México es un claro dominio de la publicidad sobre la propaganda sin el menor atisbo de corrección. Esto es: los candidatos, con ligeras variantes, son presentados al estilo de los productos comerciales, insertos en sus encuadres mediáticos; dominados y conducidos por los tratamientos cosméticos y apelativos en que se apoyan generalmente las técnicas de la imagen. Sí, el hombre convertido en mercancía; el consumo político equivalente al consumo comercial. Como si los hombres y las ideas fuesen productos desechables o instantáneos, gozo o alimento de las muchedumbres hambrientas de palabras, también de las minorías caprichosas.
Si profundizáramos el análisis, podría comprenderse mejor la superficialidad de las campañas políticas en acción, más intensa en unas que en otras. Anunciar un candidato al estilo de un detergente, de un refresco o de un chocolate puede ser un requisito o un éxito, en términos masivos de recordación, pero con los riesgos inherentes a una publicidad condicionada por la respuesta y el tipo de público que se identifica finalmente con ella, arriba o hacia abajo. Cualquier distorsión puede afectar el nombre o la ubicación de la marca, desde esa distancia que media entre su convencimiento y su referencia, en la medida, igualmente, en que no pueden separarse el efecto que provoca una impresión y la naturaleza misma del mensaje. Nada tan difícil como capturar o prevenir el talante cambiadizo del comportamiento humano. Con todo y la maestría de los genios creativos -lúcidos y audaces, talentosos y provocadores- que animan el cotarro profesional de la publicidad. No es lo mismo la intención de consumo que la del voto. Lo que obliga a entender la comunicación no desde uno de sus componentes, sino desde la suma de todos ellos: desde un concepto integral y rector de las formas y contenidos que fundamentan la sustancia del ser y el quehacer políticos.
Frente a una situación de hecho, la que revela la subordinación de la propaganda a las técnicas más experimentadas y pragmáticas de la publicidad, cabe una reflexión final: pudiera ser atenuante en México el desajuste originado por su proceso indetenible de democratización, en su doble significado de cambio social y terapia colectiva. Lo que exige a sus participantes un alto grado de responsabilidad para fortalecer la cohesión nacional, dentro del respeto que merecen las discrepancias en el juego plural de las opiniones y las convicciones. Procurando que no se incremente el descrédito del oficio político; evitando las agresiones violentas, la competencia de los engaños, los enfrentamientos inmorales y, sobre todo, las riñas de mercaderes. Que lo que aquí se ventila no es la suerte de una marca comercial, sino el destino de un país: de un nuevo país, sin olvidar sus herencias históricas.