Horacio Labastida
Heráclito y nuestro tiempo

Más o menos 500 años adC, en la bella Efeso, el célebre filósofo presocrático Heráclito contradijo la doctrina de los eleatas, cuya sustancia era concebir al mundo como algo estático, inamovible, incanjeable, eterno, en el mismo sentido en que hoy algunos ideólogos del capitalismo postulan a esta economía como inmutable y establecida para siempre. Heráclito pensó de otra manera. Mientras que los jónicos y los pitagóricos, por ejemplo, postulan a la materia o al número como los principios de todo lo existente, el pensador efesino declara que la esencia de las cosas es devenir; el cambio mismo es el motor del mundo, inclusive de la materia y del número; y muy probablemente, entre Jenófanes, Zenón y Meliso, Parménides (c. 504-450 adC) fue el eleatense que resistió con más vigor a Heráclito en su poema ``De la Naturaleza'', donde se postula que el universo es uno, continuo e inmóvil, tesis que implica la imposibilidad de que el ser pueda en algún momento no-ser. Los simpatizadores de Parménides definían su doctrina de esta manera: el ser es; el no-ser no es; doctrina que de un modo u otro desde los más lejanos tiempos quizá del neolítico, ha sido siempre aplaudida por las variadas élites que han logrado a través de milenios configurar una sociedad de dominio, en la cual dominantes son las dichas élites, y dominadas, las masas que laboran para el bienestar de las minorías y no para su propio bienestar. Podría decirse sin exceso que tan eleatas fueron los patricios romanos o las aristocracias de la monarquía absoluta, como hoy lo son los empresarios transnacionales y las clases ociosas que los rodean.

Pero la historia de los hombres y las cosas muestra que las colectividades se transforman y los fenómenos múdanse cuando se les contempla en su realidad espacial y temporal. Todo parece confirmar la recordada metáfora heracliana: no puedes bañarte dos veces en el mismo río, porque nuevas aguas corren siempre sobre ti; y esta verdad salta a la vista en el transcurrir mexicano. Entre 1810 y 1821 negamos el ser colonial con la independencia. La dictadura santannista que privilegió a los estratos acaudalados del legado virreinal, fue negada por la revolución de Ayutla y dinamitada al huir Santa Anna por Veracruz y refugiarse en Cuba. El resultado de esta segunda negación fue la tambaleante república federal negada por el autoritarismo militarista del porfiriato y su asociación con los monopolios económicos de la época, negación negada a su vez por una revolución, la iniciada por Madero, que negaríase a sí misma al ocurrir la sustitución del orden jurídico constitucional de 1917 por el monopolio del poder público en manos de una institución gubernamental de facto, al servicio del trasnacionalismo capitalista y ajena a los intereses nacionales, institución existente en su forma actual desde diciembre de 1946, fecha en que el PRI puso punto final al PRM cardenista. El régimen gubernamental negador de la Revolución garantizó su sobrevivencia en comicios fraudulentos y la transmisión del poder de presidente a presidente (dedazo), a fin de simular una república representativa.

La alianza opositora asume en nuestros días la negación de la existencia y reproducción del presidencialismo autoritario. Es decir, la alianza destaca como contradicción fundamental la necesidad de vencer electoralmente, en julio del 2000, al presidencialismo que se autopostula como organización política inamovible, insustituible y la más conveniente para el país.

¿Hay posibilidades de probar que en el México actual, Heráclito tiene razón? Sólo hay una manera de hacerlo. Si la alianza opositora es una alianza de masas del pueblo con conciencia política democrática, seguramente derrotará en los comicios del año entrante a las masas aclienteladas que el gobierno acarrea a las urnas para justificar su reproducción. Si la alianza opositora sólo es alianza de las cúpulas de la oposición, el fracaso será la consecuencia de tan grave error.