Adolfo Sánchez Rebolledo
El PRI: la hidra sin cabeza

Si juzgamos al PRI por la pasividad de sus dirigentes ante los exabruptos de los precandidatos en campaña, podría pensarse que el río ya se salió de madre. Los ejemplos abundan. Madrazo aparece en la pantalla, porque puede pagar carísimos espots más veces que un cantante de moda; Moctezuma, por su parte, le dedica al colega tabasqueño frases que no diría en público ni el más acérrimo de sus adversarios. Y no pasa nada. Las tibias reconvenciones lanzadas por la comisión ad hoc no sancionan los excesos verbales o monetarios de los contendientes que, según se ve, seguirán montados en sus machos.

Dicho en breve: en esta descarnada lucha por el poder, los precandidatos son reales, contantes y sonantes, pero el partido, entendido como dirección política, no existe, pues sin cabeza, como diría Revueltas, no hay partido verdadero, sólo intereses sin ideas. A diferencia de otras épocas triunfales, el PRI actual ha invertido la ecuación: primero hay que escoger al hombre, luego vendrá el programa o, por lo visto, un sucedáneo creado por la mercadotecnia política. Y eso es todo.

Al PRI le preocupan los avances de la llamada coalición que Fox quiere encabezar, pero es incapaz de poner orden en sus propias filas. La dirigencia asegura que el partido está listo para ganar las elecciones del 2000, pero ello implica resolver adecuadamente el tema de las elecciones internas y ésta es la hora en que no sabe qué va a pasar con su propio partido después del 7 de noviembre.

La alianza opositora --que aún está por verse-- no es el problema inmediato. Antes que nada le preocupa al PRI el incierto futuro de su propia coalición que está en grave peligro. Esa es la causa de la irritabilidad que ya es visible en el priísmo. Y no es para menos, pues nadie conoce mejor las ambiciones centrífugas de muchos que hoy todavía actúan bajo las siglas del tricolor.

Carente de conducción política verdadera, sin autoridad visible dispuesta a ponerse por encima de las disputas personales de los cuatro aspirantes, en el seno del PRI podría estarse incubando el fracaso más grave y resonante de su historia. ¿Puede sorprender que el fantasma de la división merodee sobre los techos de las casas de campaña priístas o que el clima interior, alimentado por los medios en busca de espectáculos fuertes, se haya vuelto gris, viscoso e irrespirable?

El señor González Fernández, que trabaja como presidente del partido, pretende no darle importancia a ciertos problemas que todos los ciudadanos perciben, pensando que la opinión pública es ingenua o analfabeta funcional. Pero, en cambio, otros asuntos se magnifican con voz grandilocuente. Por un lado, el presidente del PRI se desgarra las vestiduras en defensa del destituido contralor del IFE y hasta amenaza irresponsablemente a Woldenberg con un juicio político; por el otro, se resiste a pedir cuentas de los gastos a sus prohombres en campaña. A fin de cuentas, son palos de ciego que no dan en el blanco, pero sí contribuyen, en cambio, a erosionar la credibilidad de la institución electoral, y eso es grave; en el segundo asunto hay permisividad, no pragmatismo inteligente, pero el descontrol en ambos casos resulta patente.

El drama del PRI actual es que llega tarde, muy tarde a la democracia. El partido que hasta ayer negaba que México viviera una transición política, no logra asimilarse todavía a los modos de la democracia, a pesar de algunas notorias y reconocibles excepciones. Vive abrazado al poder a horcajadas entre dos épocas, sin decidirse de una buena vez a dejar el pasado. Admite la elección de sus candidatos, lo cual es un avance real, pero le pesan como una catedral las costumbres del viejo poder presidencialista, los usos provenientes del verticalismo que regía a la burocracia política. Es tan fuerte esa herencia ``cultural'', que sus cuadros titubean ante los nuevos aires que soplan; están incómodos, siempre esperando la línea salvadora que los saque de la pesadilla. Pero ésa es otra ilusión.