El horror creciente de las revelaciones sobre la violencia sexual contra niños en una escuela de la capital no puede desligarse de las discusiones sobre un nuevo código penal para el Distrito Federal, en el que se incluirían mayores penas contra los violadores (notas del 13 de agosto).
La intención de los legisladores (exceptuados, aparentemente, los del PRI), es la de reaccionar contra un crimen que victimiza a miles de mujeres, hombres y menores cada año, y que con mucha frecuencia no recibe el castigo que merece.
Sin embargo, es necesario evitar el simple razonamiento de que un castigo mayor, por sí mismo, comenzará a solucionar el problema. Aceptarlo equivaldría a simplificar las consecuencias de la violencia sexual. Las penas más severas no implican que una proporción mayor de los delincuentes sean castigados.
Como lo señala la información proporcionada por la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, sólo una pequeña parte de las víctimas de este tipo de delitos quiere o puede presentar una denuncia. Aunque la acción de oficio de las autoridades judiciales intenta solucionar este problema (al perseguir el delito sin necesidad de denuncia), no debemos olvidar una particularidad de la violencia sexual que la hace más evasiva: el testimonio de la víctima es muchas veces la pieza clave de la acusación, y en la mayoría de los casos conoce a su atacante.
Nunca está más sola una mujer que cuando, después de la afrenta a la dignidad que implica una violación, debe enfrentarse con ese otro adversario temible que es el aparato policiaco y judicial.
Desde fines del siglo pasado y principios del XX, cuando la ciencia y la paz decían estar al servicio de la lucha contra el crimen, las víctimas de la violencia sexual eran automáticamente consideradas sospechosas. Al llegar a las comisarías se les sometía a exámenes médicos humillantes, los cuales estaban basados en la premisa de que la violación no podía ser comprobada si no se descubría evidencia física de violencia sobre el cuerpo de la víctima fuera del área genital.
En otras palabras: si la evidencia de penetración forzada no se acompañaba de moretones, cortaduras o abrasiones en otras partes del cuerpo no había habido violación. Y poco importaba el testimonio de la víctima: los jurados (compuestos exclusivamente de hombres) dudaban de antemano de cualquier mujer que dejara de lado su castidad para ventilar públicamente un asunto tan íntimo.
Es probable que algo se haya avanzado desde entonces, en el sentido de una mayor protección para la integridad psicológica y física de las víctimas. Puede avanzarse más incorporando sistemáticamente el análisis del DNA en las investigaciones. Pero no debe olvidarse la experiencia de mujeres como Asunción Gómez, que en 1921 vio como absolvían al hombre que la había violado después de que, varios días después del crimen, a ella se le practicara un segundo examen médico, esta vez negativo.
Los prejuicios contra las víctimas de delitos sexuales persisten. Además de víctimas, son sospechosas de tener una vida sexual demasiado activa o ``anormal''. Penas más severas en el Código Penal no van a cambiar estas actitudes, y puede incluso que justifiquen una mayor renuencia entre algunos jueces para declarar culpables a los sospechosos. En los casos de violación y estupro que he examinado para las primeras décadas de este siglo, muchas acusaciones eran negadas por decisiones judiciales que argüían falta de pruebas, tipificaban el delito como rapto o seducción (por lo tanto ignorando la violencia que lo acompañaba), y aceptaban una promesa de matrimonio como enmienda suficiente.
La solución a estos problemas va más allá de la esfera legislativa. Es necesario, por supuesto, acompañar las nuevas penas con reformas a los procedimientos judiciales que convenzan a las víctimas de que vale la pena emprender una denuncia. Pero lo más importante, y lo más difícil de conseguir, es cambiar las actitudes hacia la violencia sexual. Entender, para empezar, que la violación afecta a todas las mujeres, no sólo a las víctimas inmediatas, porque las expone a una amenaza permanente --tal vez vaga, nunca trivial--. Entender, también, que ser víctima no debe acompañarse de vergüenza, silencio y soledad, sino del apoyo abierto de toda la sociedad: de la dignidad recuperada.
Entender, en fin, que la violencia sexual obliga a muchas mujeres a temer las calles de esta ciudad, cuando deberían poder disfrutarlas de día y de noche.
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