Bernard-Marie Kolts es una presencia importante en la dramaturgia de las últimas décadas de este siglo que por fortuna, así sea a cuentagotas, no es del todo ajena al medio mexicano a través de publicaciones y ese primer montaje de un texto suyo, Roberto Zucco, que nos lo dio a conocer. Ediciones El Milagro publicó esta obra junto a De vuelta al desierto; el Centro de Artes Escénicas del Noroeste, AC (CAEN) de Tijuana editó En la soledad de los campos de algodón, el texto que ahora se representa -en traducción de Malú Huacuja del Toro, mientras que la tijuanense se debe a César Jaime Rodríguez- y Tabataba. Ambas editoriales ofrecen apuntes biográficos (El Milagro, de Yan Ciret, y el CAEN, los de Serge Sada, que ya había aparecido en la edición española de Roberto Zucco). Estos apuntes nos ofrecen la personalidad fascinante, contradictoria, de ese bello y talentoso viajero por el mundo, muerto tempranamente de sida, iconoclasta absoluto y libre total de snobismo, como demuestra el eclecticismo de gustos literarios, musicales y cinematográficos.
Entre los datos que ofrece Sada, se encuentra uno importante que da el propio autor acerca de En la soledad de los campos de algodón: ``...Es la historia de dos personajes, una conversación, un diálogo a la manera del siglo XVIII. Hay un bluesman imperturbablemente amable, dulce, uno de esos tipos que no se enojan nunca. El otro es un agresivo desgarrado, un punk del East Side, imprevisible, alguien que me aterra. Se conocen y cada uno espera vanamente algo del otro. Acaban golpeándose, pero es una historia graciosa''. Se piensa en los diálogos morales del siglo XVIII, en Diderot, pero pienso que también existe la influencia de Cuarteto, de Heiner Müller, que Kolts conocía y admiraba hacía varios años, en cuanto a la ausencia de acotaciones en el texto y esa construcción a partir de largos monólogos. Es un texto difícil, pleno de metáforas (el nombre de la obra está tomado de una de ellas, dicha por el dealer) acerca de la naturaleza -en abierta contradicción con el posible lugar, un oscuro callejón neoyorquino- y muy alejado de cualquier convencionalismo. Incluso la convención teatral se disipa cuando el dealer propone tomar el papel del humilde ante el comprador que debe ser arrogante ``para que se nos distinga uno del otro'' en la penumbra: en la soledad, la necesidad de diferenciación requiere de otra presencia, del espectador.
La propuesta del punk, que se lleva a cabo por ambos personajes, es la subversión total de los roles originales: el acosador, humilde; el acosado, arrogante. Esto, que se da en el texto carente de acotaciones, pero con requerimientos explícitos, es trastocado en la escenificación que dirigen Julián Hernández y Roberto Fiesco -realizada en el marco del Diplomado de Dirección y Producción Escénica del CNA- porque no existe ningún tono humilde en el vendedor ni hay arrogancia en el comprador; los tonos de ambos deben cambiar al final, vuelto amenazador el del punk, conciliador el del comerciante burgués. Nada de eso ocurre, porque en la lectura de los directores subyace un elemento de seducción homosexual muy obvio al final cuando remplaza a los golpes. Kolts la hubiera rechazado. Kolts que afirma (ver las acotaciones de Yan Ciret) que su homosexualidad está ausente en sus obras y cuya intención en ésta en particular es ofrecer una abstracción de cualquier deseo y de su posible satisfacción, sin que sepamos nunca cuál es la materia del posible trueque sobre el que se discute. Aquí se nos ofrece la idea de un furtivo encuentro entre un hombre homosexual, posiblemente reprimido, y una especie de chichifo: tanta palabrería para eso, finalmente muy concreto y sencillo, es la perversión de una obra plena de posibilidades.
La escenografía de Miguel Angel Tavera sustituye el callejón por unos puentes colgantes cubiertos de aserrín -simbolismo que nunca entendí- que permiten a los directores un trazo en diferentes niveles. Por desgracia, cuando los actores están en el piso del escenario -también cubierto de serrín- en muchos momentos son ocultados por la estructura de los puentes, con lo que sólo se escucha su voz, lo que en el caso del monótono Salvador Alvarez (no humilde u obsequioso, monótono) ofrece un obstáculo más para el disfrute de un texto de suyo difícil y conceptuoso. El buen actor que es Miguel Flores, como el cliente, matiza sus tonos, aunque en clave equivocada. La creciente tensión que debe haber entre los dos personajes, a pesar de lo poco realista de la obra, no existe nunca, porque la lectura metateatral del texto (basada en la homosexualidad de Kolts) nos ofrece una de esas traiciones que dan lugar a híbridos muy poco interesantes.