La primera vez que lo vi, estaba con su bastón esperando que alguien le ayudase a cruzar la esquina de Maipú y Tucumán. Lo tomé del brazo y cruzamos.
ųMuchas gracias, señor.
ųSoy un joven admirador suyo.
ųƑNo se habrá equivocado de persona?
ųNo... šUsted es Borges!
ųEso dicen. Soy Borges.
Estaba allí, caminando a su lado en pleno Buenos Aires, y mis 16 años no sabían cómo seguir. ƑQué hacer? šInvitarlo a tomar un café!
Aceptó. Entramos a un bar, nos sentamos y Borges abrió el diálogo. De mi ciudad dijo que tenía "...el mérito de quedar a medio camino entre Buenos Aires y Córdoba" y sorprendiose que un aspirante a técnico mecánico pudiese interesarse en "...lo que escribe Borges".
Después supe que había tres Borges, todos dentro del mismo círculo: el aferrado al Pedestal de la Cultura; el for export que consagra el premio Formentor compartido con Samuel Beckett (1961); y el de la infamia nacional que él creía "universal" (1935). En aquel café, tampoco estaba en condiciones de requerirle precisión sobre aquello del sur como territorio de barbarie. ƑQué respuesta me hubiese dado? Su lenguaje era como el de Esopo, sin juicio directo.
Hasta Fervor de Buenos Aires (1923), Borges fue como Macedonio y Marechal: se burlaba de los escritores con moño que invocan la "fugacidad del instante" pero velan con insomnio la edición de sus obras completas. Luego buscó la eternidad: cuentos de filosofía, lejanas batallas y lejanas multitudes para que en sus viajes por el cosmos las cosas funcionasen poéticamente bien (1936).
Tras la publicación de Evaristo Carriego (1930), los cuchilleros de Borges mudaron de barrio. Desestimaron el coraje del puñal y aprendieron a usar la picana de 220 voltios, invento del hijo del poeta Lugones. Ya no le interesaba subestimar a los "payadores del endecasílado", o perseguir al "delincuente" Martín Fierro, sino navegar en la galaxia privada de El aleph (1949).
Dilemas de la creación borgiana: Ƒtécnica de hipnosis o calculado pistoletazo del intelecto? La claque aplaude. Pero en la genialidad de sus metáforas, de moral esquiva frente a los olores y dolores del sur, palpita el odio clasista y racial de una generación socráticamente avergonzada del país.
Borges fue realidad. No lo que de sí mismo decía: superstició. Melindrosamente, los mártires de la cultura libre llaman "posiciones políticas" a lo que en Borges fue proyecto de país. Es un modo de ignorar que cuando fue necesario echar la carne al asador, Borges supo muy bien a quiénes iba destinado La fiesta del monstruo (1947) o qué laberintos recorrer en la desvastada sociedad argentina (1976-83). Porque no supo, o no pudo, o no quiso temblar.
Tuvo, eso sí, un gesto de patriota: no me dejó pagar el café.
ųMaestro, yo invité...
ųSí. Pero usted dijo que soy Borges. Permítame.