DALLAS, 17 DE AGOSTO Ť Hoy se presenta solemnemente la memoria Presencia de los refugiados guatemaltecos en México. Ese acto rubricará la repatriación de los últimos refugiados el pasado 28 de julio. Hoy que los motivos para celebrar son pocos, parecería sano reflexionar sobre las lecciones que nos deja ese fenómeno, felizmente culminado. Nos demuestran en forma fehaciente que lo único duradero son los principios, como contraste al supuesto pragmatismo en boga.
Hoy que la discusión política está tan urgida de altímetro, parecería importante resaltar la vocación intrínsecamente progresista y solidaria de los mexicanos que reconocen en los principios la expresión colectiva de su ser. El asilo y el refugio nos dan la clave de sol para discernir lo que dura y lo que queda en la cuneta del olvido.
Pero hablar de esas venerables instituciones no es cosa de nostalgias; su esencia es materia prima para los turbulentos años por venir. Si como país, gobierno y ciudadanos fuimos capaces de proteger, promover y velar por los derechos de esos modestos fuereños, tendremos el temple para hacer lo mismo y plenamente con nuestros propios ciudadanos. Recibir a perseguidos por la intolerancia es la mejor escuela para crear una verdadera cultura de los derechos humanos.
En el ámbito externo, la exaltación de la política de refugio nos refuerza en la compleja ecuación con Estados Unidos. México tiene credenciales sobradas para exigir, con plena autoridad moral el respeto que por derecho interno y las convenciones consulares merecen tantos mexicanos que no pudimos retener.
Para los que tenemos el privilegio y obligación de proteger a nuestros connacionales, ya sea en los campos agrícolas del suroeste estadunidense, ante autoridades, tribunales y jurados insensibles e incluso en las antecámaras de la silla eléctrica, nuestra política de asilo nos dota de abundante parque (general Anaya dixit) ético para apoyarlos. Así, cada vez que respetemos a un indocumentado centroamericano en México, estaremos moralmente protegiendo a uno nuestro en el norte.
Hoy que celebramos el final del ciclo, vale la pena repasar el principio, aquel momento fundacional que permitió, en una mezcla impresionante y plural de voluntades, hacer de un conflicto potencialmente catastrófico un fenómeno bajo control y motivo de orgullo auténtico.
En esa forma, ciudadanos de muy variadas y, en ocasiones, contrastantes actividades y rangos, hicieron posible que el sur de México no deviniera en un Líbano húmedo: Adolfo Aguilar, Sergio Aguayo, González Guevara, Reta Trigos, Miguel Angel Velázquez, Samuel Ruiz, Alfonso de Rosensweig, Gutiérrez Barrios, la familia toda de Toño Sánchez y Manuel Buendía, entre muchísimos otros. Mención especial merecen ACNUR y los trabajadores del asilo de Comar.
Sería injusto en esta etapa dejar de reconocer el papel histórico que jugó La Jornada en los muy delicados días inmediatos al arribo de los refugiados. Su ponderación y espíritu solidario conformó una atmósfera de opinión pública que facilitó la ayuda a nuestros hermanos centroamericanos, precisamente en días de profundas dificultades económicas con motivo de la crisis de la deuda. No fue sencillo decodificar la compleja red de fuerzas que interactuaron en esa región de valor geoestratégico vital.
Por último, una mención a los verdaderos héroes de esta historia: las comunidades chiapanecas de la frontera, que aceptaron compartir sus abundantes carencias y sus tierras erosionadas con sus hermanos de raza, de ruta y de olvido. A los propios refugiados guatemaltecos, mis mejores maestros, a quienes recibimos en el río Lacantún como perseguidos, y que regresan hoy, a sus tierras del Quiché, como ciudadanos.
Con su llegada, sabiamente nos recordaron que no solamente la teníamos en el norte: también teníamos frontera sur... no lo hicimos
* El autor ha sido en dos ocasiones coordinador de la Comar. Actualmente es cónsul general de México, en el norte de Texas, Oklahoma y Arkansas.