EN NUESTRA ADVOCACION de muchedumbre, los humanos somos capaces de emprender gestas heróicas y de cometer atrocidades. No hay que hurgar muy lejos ni muy atrás para presenciarlas: a 40 minutos del Zócalo capitalino, un hombre es acusado de ladrón, tundido, martirizado, atado a un palo y exhibido, como animal, en el quiosco del pueblo, ante una multitud que porfía en ponerle fuera de la piel los frágiles mecanismos que lleva dentro de ella, mientras los medios nos presentan, a todo color, el espectáculo público de un sacrificio que por poco y se consuma.
A lo largo de diez horas, de seis de la mañana a tres de la tarde del sábado 14, la comunidad de Santiago Tulyehualco, que se vigila a sí misma por desconfianza a la policía, convirtió a Alejandro Osorno Palma en el culpable de todas las agresiones delictivas sufridas por la gente de la demarcación en meses recientes. Los justicieros más convencidos proponían rociarlo con gasolina y prenderle fuego. Otros pedían que fuera desatado para golpearlo hasta que muriera. Le mentaron la madre al cura que quiso darle un poco de agua. Los funcionarios que acudieron al sitio para suspender el linchamiento y encauzarlo hacia un acto de justicia fueron agredidos y zarandeados: la cólera del pueblo. Y al final, las acusaciones múltiples por robo y allanamiento se desvanecieron. Sospechas, rumores, historias contadas, nada más.
Estas historias ųque ocurren con frecuencia creciente en Morelos, Hidalgo, el estado de México, el Distrito Federalų casi siempre tienen una génesis complicada, además de frustrante para los que quisieran encontrar culpables inequívocos en cosa de media hora. La rabia salvaje de la turba, diluida hasta grados homeopáticos entre numerosos individuos, tiene razones de fondo y de peso: son muchas las exasperaciones, las impotencias y los agravios que han de sedimentarse en el corazón de cada uno para generar una capacidad de venganza tan resuelta, nítida e infundada como la que tuvo lugar en la plaza de Santiago Tulyehualco entre seis de la mañana y tres de la tarde del sábado 14.
Las delincuencias, que no dudan en ejecutar a integrantes del Estado Mayor Pre-sidencial a tres cuadras de su cuartel o de balacear al escoltado fiscal antidrogas, tienen en la población anónima a las más inermes de las víctimas, y a estas alturas todos querríamos tener a nuestro alcance a un ratero, un violador o un asesino para patearlo hasta que sangre.
Ante la impunidad y la ineficiencia vamos camino a convertirnos en una sociedad de verdugos ocasionales. Llegado el momento, sus componentes más ilustrados invocarán, en nombre de todos, la lógica implacable de Fuenteovejuna, no para justificar la rebelión ante un poder abusivo sino para legitimar el tormento de cualquier pobre hombre con facha de carterista