Hermann Bellinghausen
En la hora nómada

Conformaban una horda de pastores, autosuficientes cuando el que no lo era estaba frito. Las civilizaciones no habían ocurrido en su mayor parte, pero nadie, y menos los pastores, sabían que todo estaba por hacerse y quizás echarse a perder, que la historia no había comenzado o estaba en esas.

Arreaban por las praderas manadas de bestias ariscas y cobardes, precursoras de los actuales chivos y borregos, y hasta los más jóvenes veían el destino muy transcurrido. El pasado se perdía inmediatamente en la penumbra, y el futuro era tan largo como el trayecto entre dos praderas o la duración de una cacería peligrosa.

Ocasionalmente topaban asentamientos de familias labradoras, que con el tiempo se llamarían pueblos, pero los evitaban en lo posible. La horda tenía la superstición de que la quietud se contagia. Comerciaban con los aldeanos, siempre interesados en las bestias y las pieles de la horda, y a su vez cultivaban unos granos que, molidos y cocidos, daban buen calor en el estómago.
Qué bueno que había grano. Qué bueno que había gente dispuesta a vivir esperándolo.

En un habitual zig-zag de su recorrido, llegaron a las orillas de la ciudad. La única ciudad que existía entonces, hechos adecuadamente asentado en los actuales tratados de arqueología, del cual no quedan salvo vestigios en los museos, pero esa es otra historia.
Los pastores sabían su existencia. Toru la visitó alguna vez y sus memorias formaban parte de la horda. En la historia se le conoció con otros nombre, pero los pastores la llamaban Espuma Resplandeciente, por las riquezas que según la fama había en ella, y que a la horda no le interesaban nada, lo que se dice nada.

Eran jinetes, y lo mismo las mujeres, que sólo bajaban del caballo los días que estaban con sus lunas y podían enturbiar al animal.

Llegados a la abrupta caída de la sierra, detuvieron los caballos agitados. Las bestias del rebaño, orilladas, pastaban indiferentes pero apercibidas del abismo.

Espejo tirado a mitad del desierto, un atardecer amarillo daba de lado sobre las tejas y los techos blancos.

Un intercambio de miradas, no importa qué asombradas, les hizo comprender que todas y todos pensaban lo mismo: Espuma Resplandeciente no estaba en su ruta.

Acamparon allí esa noche. No habría luna, pues era nueva, y la oscuridad completa. Ignoraban que en otra cara del globo terráqueo (ignoraban lo globo que el mundo era) el sol moría por completo unos instantes, y con él las hordas de aquellas inimaginadas tierras. El pensamiento aún no descubría lo simultáneo que es todo.

Aquella noche podrían confirmar si era verdad lo que se decía de Espuma Resplandeciente: que de noche también resplandecía, que su luz no reflejaba la luna ni el sol, sino que era verdadera.

En cuanto cayó la noche la ciudad desapareció por completo. A tal distancia, los sonidos no llegaban. Los pastores encendieron una hoguera muy grande y deliberaron, toscos pero muy conversadores, entre interjecciones.

Quizás Espuma Resplandeciente les infundía temor, pero lo principal era el susto al encierro de las primeras calles de la historia. Constataron que la ciudad no tenía luz propia, que esos eran cuentos. Que dependía como ellos de los astros y las teas. El resplandor no es de este mundo.

En cuanto aclaró, reanimaron sus monturas, juntaron el rebaño, dieron la espalda a Espuma Resplandeciente y retornaron a las praderas. Por más que las caminaran y las transcurrieran no tenían fin, ni lo tendrían.