La Jornada Semanal, 15 de agosto de 1999
Según Gore Vidal, la vejez comienza cuando las llamadas telefónicas de trabajo superan a las amistosas. Sin embargo, como todo puede empeorar en esta vida, hay una zona aún más terrible del desamor telefónico: el terrorismo publicitario. De repente suena el timbre y descuelgas para enterarte de que has sido seleccionado para aspirar al Plan Futuro de la Funeraria Vértigo, o que un sistema de televisión por cable te ofrece veinte canales adicionales, entre ellos el consagrado a las luchas en lodo. Estamos ante uno de los peores aspectos de la globalización y al más dañino efecto secundario de las ocurrencias de Edison: las líneas privadas como espacio público.
La estadística permite cruzar referencias muy molestas. A partir de tu saldo bancario, tu edad y lo que has comido en los restoranes donde pagas con tarjeta, resulta posible deducir que te conviene un chequeo en la Clínica Galíndez. El acoso telefónico se vuelve más molesto cuando toca carencias reales que no has sabido cubrir. Por ejemplo, tus hijos quieren ir a remojarse a Oaxtepec; tienes dinero para el viaje pero detestas esas tinajas de agua donde se traga caspa de diversos municipios. Entonces, como si un ojo invisible acechara tu taimado acontecer, te llaman para ofrecerte un paquete inmejorable.
Pasemos a otro caso. Hay fechas que uno olvida con esmero para evitar males peores. El día de tu boda es memorable porque ese domingo nombraron secretario de estado al Tamal, porque Hugo Sánchez le metió dos goles al Barcelona y porque la inalcanzable Lourdes se atrevió a asistir con un vestido avasallante. Cualquiera de estos datos vuelve indeleble la ceremonia, pero si no eres bueno para los regalos, te conviene olvidarlos para que el aniversario de bodas se esfume con ellos y cada año puedas encarar con perfecta inocencia la pregunta: ``a ver, ¿qué día es hoy?'' Por desgracia, los números que conforman tu destino tienen una faceta delatora. Una voz neutra recuerda lo que te había costado tanto trabajo olvidar: ``en dos semanas es su aniversario de bodas''. Ya no hay escapatoria: compras la ranita del Museo del Oro de Colombia que simboliza estatus y fertilidad.
Del otro lado de la línea moran personas que jamás conocerás. Alguien vive por nosotros en esa región inaccesible. Me pregunto si habrá promotores que hostiguen a los promotores o si se trata de una raza aparte, destinada a nunca usufructuar sus ofertas de fumigadores, crepúsculos en el Caribe, vacunas antirrábicas, suscripciones al evangelio para tejer suéteres. Quizá su existencia es aún más triste que la nuestra, un encierro en el que molestan a la población sin beneficio propio. Sin embargo, en su parda cotidianidad al menos disponen de la privacía que le roban a sus interlocutores, a no ser que al colgar la bocina les entre una llamada para proponerles una terapia contra el rechazo repetido o un ungüento para la vida sedentaria. ``Mi obligación es informarle de sus opciones'', dicen con acento industrioso ante las tentativas de colgar de modo amable. Por más impertinente que seas, no lograrás sacar de sus casillas a esas voces ni contagiarles el trémulo balbuceo con que proclamas tu derecho a la intimidad y a vivir sin conocer el fraccionamiento Xochiquipa, a sólo media hora de las torres de Satélite. En ocasiones, se lanza un gancho adicional para torcer tu destino: participar en la rifa de un Mercedes si compras suficientes leotardos para vestir a la Compañía Nacional de Danza. Para abreviar, respondes por el final:
-¡No quiero un Mercedes!
-¿Me podría decir por qué?
Has pasado a una categoría peligrosamente encuestable. Un señor incólume necesita conocer tus preferencias automotrices. Tu dignidad roza la histeria:
-¡No soy Rommel para pasearme en un Mercedes!
Las sendas telefónicas son tan variadas como el número de los hombres y de repente te toca un vendedor que conoce al dedillo la segunda guerra mundial. Además, el consorcio Daimler Benz le pagó un curso en Stuttgart sobre la relación entre la estrella mercedita y el resto del universo, desde la hija del dueño, que bautizó el coche, hasta el modelo 1990 que le robaron a Beckenbauer en el Mundial de Italia, pasando por la plegaria consumista de Janis Joplin donde ruega por un Mercedes. Luego te habla del Zorro del Desierto y su predilección por las vestiduras de piel. Quedas como un pedante ante un erudito. Cuelgas el teléfono, en estado de franca barbarie. Tardas media hora en mitigar tu descontento, justo lo suficiente para recibir otra llamada proselitista. La guerrilla telefónica es tan ardua que resulta un verdadero descanso que alguien marque a tu casa y diga: ``número equivocado''. Harto de oír propuestas que desgraciadamente tienen que ver contigo, decides revertir el tren de los acontecimientos y le marcas a tu amigo Pedro para saber si ya recibió el manuscrito que le dejaste en Don Queso, el negocio donde despacha sus asuntos editoriales. Una voz curtida por llamadas inconvenientes te responde:
-Aquí no vive ningún Pedro.
Con aceptada mala educación, alguien tan molesto como tú revela la sustancia profunda de la soledad, donde es imposible comunicarse con algún Pedro.