La Jornada Semanal, 15 de agosto de 1999
Son las nueve de la mañana del 6 de diciembre de 1873. El cuerpo de Manuel Acuña yace sobre la plancha de la Escuela de Medicina. A la sala entran los doctores L. Hidalgo Carpio y Juan María Rodríguez, el médico de cárceles Francisco Becerril y el juez sexto de lo criminal.(1) A punto de tocar el cadáver, el doctor Hidalgo se detiene.
-¿Sucede algo? -pregunta el juez de lo criminal.
-No, señor juez. Me estremeció pensar en el poema que este muchacho ha escrito y que nos lleva a representar una escena que él había anticipado.
-Por supuesto, doctor -agrega José María Rodríguez-. Se refiere usted al poema ``Ante un cadáver'', que ya anda circulando de nuevo en gacetillas y cafés de la ciudad.
-Mi trabajo, señores doctores, como ustedes comprenderán, es la correcta impartición de la justicia, y esto que rumoran no deja de preocuparme. Mi labor es certificar que el señor Acuña se ha quitado la vida y que no se trata de un crimen. ¿Qué es ese poema de que hablan?
-Señor juez -agrega Rodríguez-, por supuesto que se lo podemos explicar, pero procedamos a nuestro trabajo. Vean ustedes la excesiva rigidez no sólo en las partes declives de la cabeza, tronco y miembros, sino también en las laterales y superiores; hágase notar, por otra parte, el olor francamente ciánico del líquido que por medio de la bomba aspirante fue extraído del estómago del cadáver. Los síntomas, entonces, son de envenenamiento.
-Si me permite, doctor Rodríguez -agrega el doctor Becerril-. Estamos en presencia de un muerto, ilustre además, y creo que podría evitar ese tono doctoral y desapegado que utiliza para referirse a él.
-Pero, compañero Becerril, no hay ofensa. Al propio Acuña le hubiera gustado este tono menos solemne para hablar de su muerte. Además, no sólo era poeta sino también nuestro colega, un médico que conocía su cuerpo.
-En eso tiene razón el doctor Rodríguez -interviene Hidalgo-. Por lo que hasta ahora sabemos, entre las cinco cartas que escribió antes de su muerte, hay una dirigida al director de la Escuela, donde declara que ha ingerido cianuro de potasio y subraya una frase reveladora: ``Haga usted que no despedacen mi cuerpo.'' Pues bien, ya que el bisturí no va a penetrar en el cuerpo de nuestro infortunado amigo, comencemos por introducir el líquido del estómago del muerto ilustre -me excuso, señor juez- a agregar al tubo de Liebig esta solución de azoato de plata; añadimos una corta cantidad de ácido tártrico y un poco de aceite de olivas, y dejamos reposar.
-Insisto, compañero. Usted hace parecer esta ceremonia una clase de cocina.
-Querido doctor, todo es alquimia, hasta la cocina misma. Lo único que intento es darles a ustedes un poco de buen humor, ese humor al cual era tan afecto Acuña y que ahora, con este último acto de su vida, va a ser borrado por los historiadores que explotarán la leyenda trágica del suicida. Pero un momento, que ya tenemos aquí nuestro precipitado blanco cuajado. Procedamos ahora a tratar esta solución con una mezcla de sulfato de proptóxido y sulfato de sesquióxido de fierro, previa saturación por medio de la potasa cáustica. Lo que de aquí obtengamos nos dará una substancia azul, cianuro ferroso-férrico, o sea azul de Prusia. No me negará, querido doctor, que en esto también hay poesía.
-No le falta razón a Hidalgo, compañeros. Ya comienzan las conjeturas y la búsqueda de los culpables indirectos de esta muerte. En El Siglo XIX de hoy viene el testimonio de Juan de Dios Peza, que estuvo con Acuña la mayor parte del día anterior a su muerte.
-Sí, lo leí. No dejó de llamarme la atención que el día exacto de su muerte, el 6 de diciembre, Acuña salió a la calle como si hubiera sido un día normal y se dirigió a la Imprenta de Valle Hermanos, cerca de la iglesia de La Perpetua. Ahí lo vio y lo saludó Gustavo Baz, quien había ido a corregir unas pruebas del periódico La Nación. Imagínense el impacto que provocó en él enterarse de que ese vivo, pocas horas después ya no lo era, porque nada en él delataba lo que pensaba hacer.
-Razón de más -interviene el juez- para pensar en un posible crimen. ¿Cómo explican ustedes que, de acuerdo con sus compañeros, haya estado hablando tranquilamente con ellos? ¿En qué cabeza cabe que alguien se quite la vida a la mitad del día y en medio de la gente?
-Querido juez, con todo respeto -agrega Hidalgo-. Otra vez con los arquetipos románticos. Seguramente usted sabe, como buen criminólogo, que, de acuerdo con las estadísticas, la mayor parte de los suicidios ocurre durante el día y en épocas no precisamente de grandes convulsiones como guerras o epidemias. Al contrario, en esas épocas profundamente dramáticas es cuando ocurre un mayor apego a la vida. Pero he aquí nuestro azul de Prusia. Tratémoslo ahora en esta solución de azotato de plata; con el ácido aazótico hirviente obtendremos un precipitado de cianuro de plata.
-Pero matarse en medio de sus compañeros, ¿no le parece a usted que es de mal gusto?
-Al contrario -opina Becerril-. Creo que la mayor cortesía de Acuña fue quitarse la vida en un lugar donde todos estaban familiarizados con la muerte, y en una hora que no iba a atraer pensamientos más lúgubres que los de la propia muerte.
-¿Pero no le parece sospechoso -añade el juez- que, de acuerdo con las palabras de Juan de Dios Peza, Acuña le haya advertido que llegara antes de la una, porque de otro modo ya no lo vería, porque ``estaba de viaje''?
-En eso -dice Rodríguez- no hay explicaciones. Por supuesto que Acuña quería matarse y, con ello, provocar esa gran llamada de atención, ese largo grito de auxilio subyacente en todo suicidio. Sin embargo, los suicidas que fallan en su intento comienzan por confesar que en realidad deseaban salvarse. Pero aquí está ya el cianuro de plata. Pasémoslo ahora por el sulfhidrato de amoniaco. Verán ustedes, si lo que sospechamos es cierto, la coloración roja característica que los sulfocianuros alcalinos producen en contacto con las persales de fierro.
-La muerte de Acuña fue, efectivamente, una muerte anunciada, aunque siempre la muerte nos tome por sorpresa. Todos los periódicos hablan, y hablarán en los días subsecuentes, de una muerte trágica y prematura. Ojalá alguien tuviera la imaginación para hablar de una existencia prematura.(2)
-Ahora sí definitivamente no lo sigo, doctor Hidalgo -dice Becerril.
-Sí, compañeros. Todo romántico aspira, aunque no lo diga, a ser inmortalizado como el adolescente Chatterton, tendido sobre su cama, con el rostro angélico y un rayo de sol acariciando su rostro. Pero la vida es la vida y el joven que es viejo en sus primeros años, con el paso de ellos se vuelve cada vez más niño y más sabio, menos preocupado por atraerse los dolores del mundo, ya de por sí abundantes.
-En eso tiene razón, doctor -dice Hidalgo-. Vean si no a nuestro gran viejo Guillermo Prieto, ``con mucho amor a la gloria y dos camisas; popular como el frijol bayo y alegre como repique de Nochebuena''. Pasemos ahora a tratar sucesivamente y aparte tres porciones del referido líquido por el ácido tártrico, el ácido pícrico y el bicloruro de platino y obtendremos, respectivamente, tres precipitados: bitrato de potasa, picrato de potasa y cloruro doble de platino y potasio, con lo cual nuestro examen queda completo.
-Pero no nuestra conversación sobre Manuel Acuña, doctor Hidalgo. Qué les parece, amigos, si para continuar con la irreverencia que no hubiera disgustado a Acuña, vamos a reverenciar el retrato de Francesca de Rimini que tanto le gustaba, en la fonda del Callejón del Arquillo.
-Bueno, yo pago los catalanes antes de irme al juzgado -dice presuroso el juez-. Pero háganme ustedes el favor de ayudarme en la redacción final del dictamen, que la experiencia no me ha dado muchas luces en esto.
-Más que de acuerdo -responde Hidalgo-. Apunte usted entonces, señor juez:
``Sobreabundando las pruebas del suicidio, no creyó el Juzgado necesaria la autopsia del cadáver, y sólo quiso saber cuál era el veneno empleado: por otro lado, los estudiantes y compañeros del Sr. Acuña y sus numerosos amigos querían embalsamar el cadáver para conservarlo, lo cual habría sido imposible si se hubiera practicado la autopsia; así es que los peritos, por esas consideraciones, se limitaron a buscar la relación entre el contenido del frasquito que recibieron de Juzgado y el contenido el estómago del cadáver; buscando además los signos exteriores que de ordinario presentan los de personas muertas por los compuestos ciánicos.''
(1) Los diálogos de esta reconstrucción se basan
en la ``Crónica médica'' incluida en el libro de Pedro Caffarel
Peralta, El verdadero Manuel Acuña. México, Imprheca, 1984.
(2) La idea será desarrollada años más tarde por Benjamín Jarnés en su
libro Manuel Acuña, poeta de su siglo. México, Ediciones
Xóchitl, 1942.