La Jornada Semanal, 15 de agosto de 1999



Leonardo García Tsao

Las artes sin musa

La amenaza continúa

Esta es una de las contadas instancias en que he sentido el ir al cine como un trabajo. Nunca he sido aficionado a la saga de La guerra de las galaxias, por lo tanto no compartí la urgencia de un buen sector del público por conocer el Episodio I: la amenaza fantasma. He sabido de jóvenes alumnos -sensatos y cuerdos, hasta donde puedo ver- que se apresuraron a comprar los primeros boletos para funciones en la madrugada. Por supuesto, no hay nada en pantalla que justifique semejante furor y todo debe atribuirse al talento de George Lucas para efectuar un masivo lavado de cerebros.

Es inútil comentar la trama y los personajes de la cuarta parte (primera en orden cronolóÉ bueno, ustedes saben cómo va), porque el propio Lucas no se preocupa por definirlos. Basta entender que, en esencia, es el encuentro entre un joven Obi-Wan Kenobi, ahora mero aprendiz de un guerrero jedi llamado Chin-Gon, o algo así, y el niño Anakin Skywalker, que a la postre se convertirá en el villano cósmico Darth Vader (padre de Luke y Leia, si no me equivoco). Eso se da en el marco de una incomprensible grilla interplanetaria, por la que varios seres monstruosos discuten con humanos en trajes ridículos, todos con nombres que suenan a medicina (¿Canciller Valium?), o partes del cuerpo (¿Reina Amígdala?). Los freaks que, a falta de una vida propia, se han dedicado a estudiar la saga como si fueranÊlas sagradas escrituras, sabrán hasta el detalle más nimio de esa contienda, pero qué nos importa.

Lejos de ser un cineasta sofisticado, Lucas se ha consagrado como un obsesivo tecnócrata y, sobre todo, un avorazado empresario, que ha sabido combinar ambos intereses para vendernos su mitología recalentada. Hay en el Episodio I más de dos mil tomas de efectos digitales, es decir, procesados por tecnología computarizada (la meta de Lucas es crear un cine 100% digital, que prescinda de las cámaras y el celuloide). Eso le confiere a la cinta una cualidad artificial que es, quizá, su único aspecto atractivo. Secuencias como la vertiginosa carrera de naves en el desierto de Tatooine, o las diversas acciones hostiles del final, fundamentan su esplendor visual en una nueva forma gráfica en el cine, más cercana a la animación tipo Hormiguitaz que al llamado cine de acción viva. (En todo caso, esos efectos funcionan mejor aquí, en un contexto fantástico que en uno realista, como se comprobó con Titanic. Aunque la sensación final sea la de participar en un juego de computadora sin tener el control de los mandos.)

La mala noticia es que uno no busca en el cine un escaparate de avances tecnológicos. En términos de dramaturgia cinematográfica, Lucas está perdido. Los personajes tienen menos dimensión que sus réplicas de juguete y los diálogos son indignos de una historieta vieja de Supermán; por ello, buenos actores como Liam Neeson y Ewan McGregor se limitan a transitar por los escenarios con cara de sabios. ¿Y quién va a aceptar que ese niño, más gringo y empalagoso que un Twinky Wonder, crecerá para ser la encarnación del Mal?

Lo grave del asunto es que Lucas no ha ideado un eje emocional que impulse su historia. Es más, aun dentro de las reglas del esquema maniqueo, la intriga es tan inerte que despierta preguntas elementales: ¿no se le pudo inventar alguna función a Obi-Wan Kenobi que no fuera la de servir de perrito faldero? ¿Si Anakin es un esclavo, por qué vive en una casa propia, con su mamá y suficiente tiempo libre para pilotear naves de carreras y diseñar robots? ¿Y ha habido en la historia del cine espectacular un villano más ineficaz que ese Darth Maul, una especie de cruza entre un diablo y una calabaza de Halloween?

Algo de polémica se ha generado por la caracterización de algunos personajes de acuerdo con algunos estereotipos raciales. Eso, como la referencia a la inmaculada concepción de Anakin, no puede atribuirse a la insensibilidad de su creador, sino a su falta de imaginación. Lucas está condenado a repetir los clichés de las películas viejas o a tomar prestado de mitologías más legítimas, porque es incapaz de idear algo que no sea prefabricado.

Su concepto de humor es también bastante pobre, pues esta vez se reduce a la invención de un monigote digital denominado Jar Jar Binks, una versión batracia del negro chistoso y cobarde tipo Eddie Rochester, cuyo desempeño como patiño es aún mas irritante que los robots C3PO y R2D2, ahora relegados a segundo plano. La única fuente verdadera de risa son los grotescos tocados de la reina juvenil, que cambian en cada escena.

Desde el éxito desmedido de La guerra de las galaxias, Lucas ha sido uno de los principales culpables del infantilismo dominante en el cine hollywoodense (el otro es Spielberg, por supuesto). Eso lo justificó en alguna ocasión con declaraciones de un cinismo asombroso: ``Las películas de palomitas siempre han sido taquilleras. ¿Por qué va a verlas el público? ¿Por qué el público es tan estúpido? No es culpa mía.''

Si los espectadores pueriles -o de mente pueril-- se divierten -o creen divertirse- con el Episodio I: la amenaza fantasma es porque han perdido la capacidad de discernir. No es casual que la promoción de la cinta esté apoyada por varios emporios de comida chatarra, porque se trata del mismo fenómeno. La mayoría de la gente en todo el mundo es susceptible de comerse con gusto una hamburguesa de plástico, porque ha sido condicionada a suponer que eso es comida. Igual supone que el Episodio I es cine.

lgtsao&hotmail.com