La Jornada Semanal, 15 de agosto de 1999
La publicación de los
documentos del 68 que guardó el secretario de la Defensa de Gustavo
Díaz Ordaz, Marcelino García Barragán, confirman la idea aproximada
que muchos testigos del Movimiento han sostenido: las autoridades
libraron una guerra contra un enemigo desarmado que ellas mismas
produjeron a base de macanazos, detenciones y toma de escuelas. Lo que
asusta es que hoy tenemos evidencia documental de que, desde el 29 de
julio de 1968, los gobernantes estaban en guerra, mientras los
``enemigos'' se pensaban como ciudadanos en defensa de la
Constitución. No hay, entonces, un crescendo de la violencia en
la mente de los militares y de quienes les daban las órdenes,
ajustados a los hechos de una resistencia que, por lo que escribe
Monsiváis, sabemos que no decayó de julio a octubre. No había, pues,
una relación entre la represión y la organización del Movimiento. Todo
lo contrario: desde el inicio, a finales de julio, ``desalojar a los
alborotadores potenciales'' es eso mismo: la producción de un enemigo
que se percibe como latente, oculto, agazapado en su propia
inactividad. Si estamos de acuerdo en que el 68 no es producto de los
complejos del Presidente porque era feo (aceptarlo significaría que
las designaciones del PRI se hicieran dentro del certamen Señorita
México para evitar masacres posteriores), ni la decisión solitaria de
dos funcionarios menores que engañaron al presidente, a todo el
ejército, la Secretaría de Gobernación y el Estado Mayor Presidencial,
la pregunta es: ¿qué llevó al PRI, al ejército, la policía y al
gabinete de Díaz Ordaz a compartir una profecía autocumplida de
matarlos-a-todos-para-salvarlos-de-lo-que-puedan-hacernos?
En general, toda
teoría de la conspiración es siempre más texto y menos contexto. Es
una forma de narrativa política en donde la especulación llena el
vacío de información y acaba por sustituir a los hechos. Se especula
con muy pocos datos y se deducen intenciones y motivos a partir de una
creencia que preexiste a todo, en un proceso en el que cada evento
específico es reformulado en términos cada vez más abstractos,
desligándolo de su contexto hasta convertirlo en constatación de una
historia que depende de sus propios rasgos para evaluar su
autoridad. Lo definible de la teoría conspirativa es el peso tan alto
que le otorga a los agentes políticos, a sus intenciones ocultas y a
la sobrevaloración de su capacidad de acción. Así, para las
autoridades del 68 el ``comunismo internacional'' es un relato
autorreferencial en el que no interviene la casualidad. Monsiváis
transcribe esta certeza de las memorias del general Gutiérrez Oropeza,
Jefe del Estado Mayor en 1968: ``la izquierda radical recibió órdenes
precisas del comunismo internacional de aprovechar los preparativos de
la Olimpiada para desarrollar la parte que en la Revolución Mundial le
estaba asignada. Díaz Ordaz no tuvo más opción que emplear la fuerza
para contener la violencia en que nos querían envolver''. Así que
puede decirse que lo preocupante del régimen diazordacista no es tanto
que desconociera a su sociedad, sino que lo que creía saber sobre ella
estaba mal.
Pero cualquier teoría de la conjura es resultado de un proceso de exclusión que se desata tras un profundo aislamiento: al tratar de explicar esa exclusión es que surgen los enemigos ocultos. Al leer los documentos de García Barragán y los textos de Julio Scherer y Monsiváis, lo que queda claro es que ese sentimiento de exclusión se construyó en los regímenes de Ruiz Cortines y López Mateos frente a la insurgencia sindical. Que la Revolución Mexicana se aisló a tal grado de su sociedad, que terminó por reventar todo vínculo factible. Lo único que podía mantener unido al Estado priísta en el 68 era la conjura como prueba de adhesión que servía también como una conversión, no sólo de los hechos, sino de las creencias de la jerarquía del poder político, económico, militar, espiritual y de los medios hacia una sola consigna: matar a los estudiantes antes de que siquiera sepan que van a provocar su propia muerte. Y quizás ahí, en ese aislamiento del Estado, se centre el carácter honorífico que tiene el 68 entre las tragedias mexicanas: unos jóvenes protestan porque fueron golpeados y el que los golpeó los masacra por protestar. Y, del otro lado: los agitadores con los que acabé en una operación que involucró al Estado Mayor y al ejército eran unos jóvenes que no tenían las intenciones que les atribuimos desde Palacio Nacional. Acaso la parte de la memoria que falta (y que incomoda) es que los verdugos reconozcan que triunfaron en una guerra que nunca existió.