La Jornada Semanal, 15 de agosto de 1999



Marco Antonio Campos

Calle Santa Isabel 10

Los poetas románticos fueron los primeros en considerar el suicidio como una de las bellas artes. El de Manuel Acuña, convertido en mito indispensable que antecede la lectura del ``Nocturno a Rosario'', es recreado aquí por Marco Antonio Campos. El último día de la vida de Acuña -a 150 años de su nacimiento- es el pretexto idóneo para dibujar el ambiente de los poetas de la transición entre la generación de la Reforma y la de Altamirano.

Aquel airoso 5 de diciembre de 1873, Manuel se había hecho acompañar por Juan de Dios y habían ambulado por la ciudad la mañana y la tarde. Pese a su torpe andar, Manuel parecía ir siempre de prisa y costaba trabajo seguirlo. Estuvieron largo rato en una fonda del Callejón del Arquillo, donde Manuel gustaba concurrir para sentirse cerca de una reproducción de Francesca de Rimini. Juan de Dios pagó.

-Disculpa, no tengo ni para sobrevivir.

Salieron. Se encaminaron hacia el oriente rumbo al Zócalo. Juan de Dios lo veía. Manuel iba, como de costumbre, con su levita negra de largos faldones, brillosa y desgastada por el uso. Una y otra vez, a causa del viento, Manuel mesaba hacia atrás el rebelde cabello negro que se desordenaba.

Juan de Dios se enorgullecía de ser un devoto de Manuel y registraba todo lo que comentaba como con apuntador y leía todo cuanto él publicaba o estaba por publicar. Se sabía de memoria casi todos los poemas del amigo.

En la plaza mayor dieron vuelta por la zona de árboles. Juan de Dios vio el reloj con cristal de palacio y vio el reloj de catedral. Marcaba uno las 5:11 y otro las 5:12. ¿Cuál será más exacto?, pensó banalmente.

-Vamos a la Alameda -dijo Manuel.

Se encaminaron hacia el poniente. Frente al largo portal de Mercaderes se veían alineados los coches de providencia, los carros de carga y los tranvías de mulas. En las esquinas de la plaza mayor y 16 de septiembre, donde se unían el Portal de los Mercaderes y el Portal de los Agustinos, el comercio se animaba. Manuel vio dos grandes rótulos de tiendas de las esquinas sur y norte. Ciudad de Londres y El Triunfo del Comercio. Manuel volvió la vista hacia el norte y vio al fondo, por un instante, siguiendo la línea de Empedradillo, la plaza y la iglesia de Santo Domingo y la Escuela de Medicina. Los amigos siguieron la marcha bajo los portales de los Agustinos y de la Fruta y luego por en medio de la calle. Llegaron a San Juan de Letrán y viraron a la derecha.

Esa tarde el frío y el aire de fin de otoño deshojaban los follajes de los fresnos y los álamos en la Alameda. Se dejaba sentir esa vaga pero honda tristeza que produce la cercanía de la Navidad. Pero Manuel ya no pensaba en la Navidad. Sólo sentía que a cada momento su tristeza se ahondaba y se hacía más tristeza. Juan de Dios se daba cuenta y se entristecía también. Los ojos grandes y salientes de Manuel parecían ahora extrañamente hundidos.

Ambos jóvenes admiraban y seguían a Victor Hugo. Esa tarde leían bajo un fresno Les feuilles de l'Automne. Con una de las hojas secas que cayeron a sus pies, Manuel señaló a Juan de Dios un capítulo del libro diciéndole: ``Mira, una ráfaga helada lo arrebató del tronco antes de tiempo.'' Juan de Dios dejó la hoja en el capítulo como recuerdo y separador.

Manuel recitó entonces un poema suyo, ``La génesis'', que a Juan de Dios le pareció muy hermoso, y luego, ya sentados en una banca del parque, dijo que iba a dictarle un soneto. Juan de Dios escribió los catorce versos de ``A un arroyo''. Manuel tomó la página y le dedicó cariñosamente el poema de puño y letra.

Declinaba el sol. Dejaron la Alameda, bordearon el ex convento de Santa Isabel y, a unos pasos, en la calle de Santa IsabelÊnúmero 10, se despidieron. Manuel dijo que lo esperaba en su cuarto de la Escuela a la una de la tarde del día siguiente. Si no llegaba, se iría sin despedirse.

-¿Adónde vas?

-De viaje.

Juan de Dios caminó unos pasos y llegó a San Francisco, viró a la izquierda, pasó por plaza Guardiola, por la Casa de los Azulejos, luego por el oscuro Hotel Iturbide y se detuvo frente al café de La Concordia, situado en Plateros y San José del Real. La noche caía.

Juan de Dios entró. Vio sentados en una mesa del fondo a Manuel Payno y a Ignacio Ramírez. Los saludó respetuosamente de lejos. Había quedado de verse con Oribe a las siete. Se sentó en una mesa que daba hacia la calle y ordenó un catalán. Le gustaban la animación de la calle y la animación del café. Le gustaba la suntuosa decadencia del café con sus tapicerías roídas, sus mármoles gastados y sus espejos donde era difícil verse. En la caja vio atendiendo a Omarini, el propietario italiano del local.

¿Qué había querido decir con eso de irse ``de viaje''?, se preguntó con mal humor. En los últimos meses Manuel se veía más distante, sombrío, tenso. ¿Adónde iría? ¿A Saltillo? ¿A los alrededores de la ciudad? ¿A Toluca, donde se le conocía? Cierto, Manuel había prometido a su madre que la visitaría en enero o febrero, ¿pero cómo? No tenía un céntimo en qué caerse muerto. Si no fuera por Celi, que lo quería sin otra esperanza que estar cerca de él, no tendría ni siquiera ropa limpia. Manuel se lo había dicho hacía unas semanas en la fonda donde admiraban el retrato de Francesca en callejón del Arquillo y donde los amigos solían reunirse a cenar: él sentía que estaba defraudando a su madre y a su familia y a los profesores de la Escuela. Todo el año había vivido de la beca que le daba el cuarto y la alimentación sin siquiera haberse matriculado ni haber casi asistido a las aulas y a las prácticas. Si bien se habían acentuado en los últimos meses, de hecho todo el año, desde enero mismo, se le veía o en estado de gran excitación o de depresión profunda. En enero, incluso un amigo suyo, un joven abogado saltillense, Espinosa, les había advertidoÊdel difícil estado en que lo vio. No había nadie conocido que no comentara el estado de tensión, de fiebre continua, en el cual se hallaba, haciendo excesos en todo: lectura, escritura, desveladas, presentaciones públicas, organización de tertulias. Para trabajar, Manuel bebía a ciegas decenas de tazas de café. Parecía tener una batalla a muerte contra quién sabe qué y quién sabe quién y las huellas del esfuerzo y del agotamiento eran cada vez más visibles en su rostro.

¡Y Laura! ¡Y Rosario! ¡Qué historias! Por su intermedio se había hecho íntimo de Rosario y la visitaba en su casa de Santa Isabel. Conocía toda la historia entre ambos porque a ambos se las había oído. Juan de Dios no se explicaba muy bien a sí mismo esa rara imantación que poseía, la confianza que daba, para que la gente le contara sus confidencias. ``Quizá te vemos cara de sacerdote'', bromeaba Manuel. ``O te ven inofensivo'', añadía Silva.

Desde mayo, cuando la conoció, Manuel sufrió un cambio de conducta. En mayo y junio estuvo exultante, lleno de ilusiones, y Rosario recibía a menudo poemas autógrafos, poemas dedicados, flores, hojas de laurel. A esto se agregaba su gran alegría porque su drama El Pasado iba a ponerlo en escena en el Teatro Nacional la compañía de José Valero. Dos o tres veces él lo acompañó a casa de la joven. A Manuel le pudría el hígado no ver a solas a Rosario. Cuando no estaba Ramírez se aparecía Prieto, o se arrastraba por la sala una ralea de poetillas con presunciones huguianas o byronianas, que iban a leerle a la joven su mugre musicalizada. De los visitantes de Rosario, Manuel sólo soportaba a Altamirano, su maestro, su queridísimo maestro que en todo cuanto pudo, desde 1868, le dio la mano (publicaciones, revisión de textos, recomendaciones para periódicos y sociedades literarias). Para Altamirano (así lo divulgaba) el principal resplandor literario mexicano que fulguraría en los años por venir era Manuel.

Una tarde de julio Juan de Dios acompañó a Manuel a casa de Rosario. Encontraron allí a Ramírez, Prieto y Altamirano. Aunque profesaba ideas liberales, Juan de Dios no dejaba de sentirse incómodo al relacionar que esos grandes hombres habían luchado con decisión feroz, con inteligencia inclemente, con honradez escrupulosa, contra los hombres del Imperio, entre ellos su padre mismo, del mismo nombre, quien había sido ministroÊde Guerra con Maximiliano. Pero las cosas ya eran de otro modo. Desde los inicios de la República Restaurada, Altamirano convocó con magnanimidad a intelectuales y escritores de ambos partidos para que las llagas no siguieran supurando. Pero entonces y siempre Juan de Dios fue bien tratado por aquellos hombres con quienes tenía, por demás, muchas más afinidades y simpatías políticas y literarias que con su propio padre.

Manuel admiraba los poemas de Ramírez a los gregorianos muertos, reconocía su sistemática labor de piqueta para la destrucción del antiguo régimen, de ese régimen arcaico y pétreo que ya tenía en el país casi tres siglos y medio, pero no soportaba verlo con Rosario cuando llegaba a la caída de la tarde o luego de salir de prácticas del Hospital de San Andrés. Manuel se sentía acosado por esos pequeños e incisivos ojos y temía esas frases de exacta crueldad que habían hecho famoso al ex ministro. En alguna ocasión, estando Ramírez en la casa de Santa Isabel, Manuel exclamó con despecho: ``¡Nunca se había visto un brujo con Rosario!'' Manuel ironizaba sobre Ramírez y aun se permitió escribir en una página del álbum de Asunción, la hermana de Rosario, exhortándola a que desconfiara del tipo de ángeles que podían venir por ella.

Pero vino después eso que Justo llamó ``el chisme de Prieto''. Sería quizás a fines de junio cuando el nombrado ``Romancero'' sintió la obligación, como amigo de sus padres, de comunicarle a Rosario que Manuel ``tenía quereres'' con Laura, de quien iba a tener un hijo, y con una planchadora de la Escuela de Medicina. Desde luego Prieto no dijo a Rosario que él también había seducido a Laura, siendo los métodos no muy honorables. Rosario se sintió herida, ofendida, y, aunque no sentía interés por Manuel, le molestaba, o quizá le afrentaba, no ser la única. Cuando Manuel llegó esa tarde lo condujo a otra pieza y le reclamó; Manuel bajó la cabeza. Lo de Laura era cierto, dijo, pero pidió hacer caso omiso de la planchadora. Manuel dio su versión de los hechos. Lo triste, lo angustioso, lo peor, decía, es que el hijo nacería en octubre, y no sabía ni con qué podría alimentarlo. No obstante, la relación con Laura se había enfriado, sobre todo después de las visitas a la casa de Santa Isabel. Sí, en efecto, Laura lo amaba pero él no, ``como yo la amo a usted, Rosario, y usted no me ama''.

-Creo que ya no insistirá en adelante en llamarme su ``santa prometida''.

Quizá sin saberlo, o sabiéndolo Manuel un poco más, empezó a alzarse entre ambos un muro que se agrandaba cada día. Rosario no rechazaba las visitas continuas con la condición de que el trato no excediera al de amigos. En vez de buscar nuevas vías, Manuel entraba a terrenos de vértigo y desorden.

Una tarde de septiembre, contaría Rosario a Juan de Dios, Manuel llegó muy excitado a la casa de Santa Isabel. Pidió a Rosario papel y tinta. Se aisló en una mesa y empezó a escribir febrilmente. Al terminar le dio el manuscrito; la joven vio el título: ``Nocturno''. Estaba dedicado a ella. Juan de Dios repuso que el poema se lo había mostrado Manuel días antes y que él, Juan de Dios, se lo sabía de memoria. Se lo recitó. Rosario dibujó una sonrisa que Juan de Dios no supo si era de agrado o molestia.

Pocos días después del asunto del ``Nocturno'', Manuel volvió a la casa de Santa Isabel para proponerle a Rosario que bebieran juntos una copa de veneno.

-Imagínese lo célebres que seremos en la posteridad.

Rosario se asustó.

-Está usted loco. Déjese de esas cosas.

Poco después nació el hijo de Manuel y Laura. Lo bautizaron con el nombre del padre.

Vio entrar al café a Oribe, amigo y condiscípulo de Manuel en Medicina, que escribía también poemas. Lo conoció en una de esas caóticas tertulias literarias que Manuel organizaba algunas noches en su cuarto del patio de los naranjos y simpatizaron de inmediato. No hacía mucho Oribe se había casado. Era un joven bueno y honesto.

Juan de Dios le hizo una seña de saludo. Oribe se acercó. Ordenaron ambos un café. Juan de Dios comentó que acababa de dejar a Manuel en casa de Rosario. Oribe movió negativamente la cabeza. Dijo que Manuel debía dejar eso por la paz, en eso no existía salida ni futuro, a lo que debería abocarse es al hijo que ya cumplía dos meses. Laura y el niño vivían de la mano altruista de Agustín, quien fue el único que la recibió en su casa, en calle Zuleta. Laura estaba sola, sin dinero y con el recién nacido. Juan de Dios dijo que a causa de esto se hablaba horriblemente de Manuel y de ella. Oribe repuso que vivían en medio de una sociedad de simuladores e hipócritas.

Oribe era amigo de la muchacha. El había llevado a Manuel, a principios del año anterior, a casa de ésta, donde se conocieron. Laura organizaba tertulias en su casa y desde el principio Manuel quedó asombrado de la inteligencia, las lecturas y los dones poéticos de la casi adolescente. Empezaron a encontrarse y poco más tarde Manuel escribió ese poema que parece escrito en la cumbre de una montaña desde donde se mira un paisaje de acorde y luz, ``A Laura'', donde llama con vehemencia a la joven para que contra todo y todos llegue a ser una gran poeta y una gran mujer. Nada debía detenerla ni amilanarla. La muchacha respondió escribiendo un poema no menos bello, ``Nieblas'', donde habla del dolor como la raíz del hombre y la verdad del mundo.

Laura no había dejado de amar al amigo. Oribe dijo a Juan de Dios que Laura lloró cuando en octubre, apena nacido el hijo, recibió el folleto del poema ``La Gloria'', con una dedicatoria ofensiva de tan seca: ``A Laura. Manuel.''

Hablaron de Manuel y lo tenso y nervioso que se veía. Juan de Dios mostró orgulloso el soneto que acababa de dictarle en una banca de la Alameda, dedicado de puño y letra.

-Dijo que se iba de viaje. Mañana quedé de verme con él en su cuarto a la una de la tarde. La verdad es que me dejó desconcertado y de mal humor. Tú sabes lo nervioso que anda.

-Pero ¿adónde puede ir? No tiene un centavo.

-No sé. Al menos que haya conseguido algo y vaya a visitar a la madre.

-A mí me dijo que iría hasta enero o febrero.

-A mí también.

Juan de Dios pagó la cuenta. Oribe dijo que iría a la Escuela como a esa hora para ver cuál era el fondo del asunto.

Manuel se veía distante y melancólico. Rosario le ofreció un ponche. Mejor un café, dijo Manuel. Rosario se quejó de que su consumo de café había crecido inmoderadamente.

-Desde hace semanas lo noto nervioso y cansado. Debería descansar.

-Tal vez.

Conversaban sobre todo y nada. Se veía que Manuel quería prolongar lo más posible la conversación. Como se hacía tarde, Rosario le dijo que podían verse al otro día.

-Creo que ya no vendré a visitarla.

-¡Vaya! Le digo que está usted nervioso y cansado. Mañana, cuando salga de prácticas del hospital, venga a visitarme como siempre.

Manuel le extendió la mano. Rosario llamó a su madre para que viniera a despedirse. Ambas lo acompañaron a la puerta.

Más triste que nunca, Manuel se encaminó al restorán del Callejón del Arquillo. Rascó los bolsillos. No tenía ni para la cena. Pidió un café.

Veía el retrato de Francesca. Eso era morir de amor. O más bien: ser muertos por un amor sin límite. Pero eso sólo se vive en el sueño o en la literatura o, al menos, la literatura embellece de tal modo los hechos para que las grandes pasiones no se contaminen de la suciedad y la grosería diarias.

Pagó la cuenta y salió. Se encaminó hacia el Zócalo, luego viró a la izquierda, por Empedradillo, y se dirigió a la imprenta donde corregía pruebas.

Regresó tarde a la Escuela. Saludó a Nemesio, el ayudante de conserje, a quien le tenía gran aprecio; bromearon un poco, pasó el primer patio, llegó al segundo y se dirigió al fondo, hacia su cuarto, donde vivía desde mediados de 1871. Entró un momento, salió otra vez y se sentó un rato bajo uno de los naranjos. Luego entró de nuevo y arregló el cuarto lo mejor que pudo. Quemó papeles y escribió cartas.

Durmió profundamente.

Cuando Juan de Dios entró a la una y cuarto de la tarde del día 6 lo encontró tendido. Sospechó lo peor. Se acercó para tocar su frente. Aún estaba tibia. Alzó uno de los párpados y quedó aterrorizado. Se volvió hacia la mesa de noche y leyó la carta donde Manuel decía lo habitual para el caso: No se culpe a nadie de mi muerte.

Al lado de la carta estaba el vaso.

Empavorecido, salió gritando y a los primeros que vio fue a los becarios Oribe, Villamil y Vargas, que conversaban en un cuarto próximo. Todos se precipitaron al cuarto del amigo. Oribe le dio respiración de boca a boca y Vargas le movía el tórax. Oribe -era tal la dosis de cianuro bebida por Manuel- se desvaneció intoxicado.

La noticia se divulgó con una rapidez asombrosa. Venía gente de todas partes.

Una hora y media más tarde, Altamirano salió precipitadamente de su casa de La Mariscala y se dirigió a grandes pasos a la casa de Santa Isabel. Qué locura. No era posible. No podía ser. Era el mejor poeta de su generación y su mejor discípulo. No, no, era incomprensible, inaudito, inútil.

Tocó repetidamente a la puerta. Rosario le dijo a su hermana Asunción que abriera. Seguro era Manuel, quien debía venir de sus prácticas en el hospital de San Andrés. Pero qué prisa, por Dios. Qué educación. Tenía que decirle algo.

Asunción abrió la puerta. Se topó de frente con un Altamirano jadeante, sudoroso. En el rostro se marcaba la desesperación.

-¿Dónde está Rosario?

-En su recámara.

Altamirano llegó a la pieza y con voz consternada le dijo:

-¿Qué has hecho, qué has hecho, Rosario? ¡Manuel se acaba de matar!

Un año más tarde, una mañana de diciembre, los amigos se reunieron en la imprenta de Ignacio Cumplido para recoger los ejemplares de la edición de Versos. Gracias a una colecta el libro había podido publicarse. Altamirano no pudo escribir el prólogo; Santamaría lo escribió sin firma. ¿Qué debía hacerse ahora? Todos coincidieron en un punto: con el dinero de las ventas se alzaría un monumento al amigo.

Salió a colación Rosario. Justo se notaba afligido.

-Como todo mundo cree que Rosario es culpable, Rosario habla mal de Manuel. Ni la familia se le escapa.

-Todo es por culpa de ese poema, el ``Nocturno'', que todos repiten de memoria -opinó Juan de Dios.

-Pero a Rosario no le va mal. Desde el Nigromante hasta los amigos de Manuel la cortejan -terció Santamaría.

Nadie se dio por aludido.

Altamirano iba a salir en defensa de Ramírez, pero el dolor por el maestro y hermano lo paralizó. Le dolía verlo enamorado a esa edad, a los 56 años, tan ilusa y fútilmente enamorado, disfrazándolo todo, como siempre, con la risa envenenada del sarcasmo y la mordacidad. ``Mientras más se enamore, mayores serán la decepción y las contrariedades'', pensó.

-¿No saben si Agustín y Laura están comprometidos? -preguntó Santamaría.

Se hizo el silencio.

-Se dice que Rosario está enamorada de Manuel María -dijo Justo.

-¿Y si quitamos el se dice? -malició Juan de Dios.

Aquella tarde de marzo Rosario y Manuel María veían desde la ventana hacia la calle de Santa Isabel. Veían la ex iglesia y el ex convento y la gente que pasaba. El sol del crepúsculo caía de frente.

Rosario comentó que Juan de Dios vendría más tarde. Quería mostrarle algo. No sabía qué era. Luego dijo que Ramírez ya espaciaba mucho sus visitas. Sentía pena por eso. Se había enterado de sus amores con Manuel María y, además, con sus palabras, no toleraba el aluvión de jovenzuelos cretinos que la asediaba y aislaba. ¡Qué lástima! Uno de sus mayores deleites era oírlo. Ramírez parecía saberlo todo y explicaba cada cosa y cada hecho con sencillez y emoción.

Manuel María comentó que con quien hablase de ella siempre la relacionaban con Manuel.

Rosario puso cara de rabia y de hartazgo.

-Espérame.

Rosario regresó con varios poemas autógrafos. Manuel María vio el ``Nocturno''. Sintió a la vez un vago sentimiento de veneración y horror.

-Yo tenía respeto y admiración por él pero no lo quería -dijo Rosario-. ¿Cómo podía quererlo? Físicamente no me agradaba: tenía los ojos grandes y salientes, jamás parecía peinarse y caminaba como si estuviera cayéndose todo el tiempo.

Manuel María la escuchaba con cuidado e interés. Con un tono ligeramente airado, Rosario añadió:

-Es mentira que se suicidó por mí. No tengo arte ni parte en eso. Para mí sería muy fácil embellecer el mito romántico. Pero no es así: él estaba en la miseria casi total y no muy bien mentalmente. Sé que el padre, quien murió hace cuatro años, también tenía desequilibrios. Yo fui pretexto pero no causa y el ``Nocturno'' lo escribió sólo para darle una dimensión romántica a su acto. Dudo inclusive que la Rosario del poema sea yo; no sé quién.

Manuel María la miraba con ojos asombrados. Le parecía que exageraba inútilmente las cosas.

-Pero si el poema lo escribió aquí, en tu casa, de su puño y letra, te lo dedicó, te lo dio en la mano y tú guardas el manuscrito -dijo.

A Manuel María lo atemorizaba en ocasiones la fría inteligencia de Rosario para analizar los hechos y se lo había dicho no pocas veces de viva voz o por carta.

-Era tan proclive al suicidio que se hubiera matado tarde o temprano, por mí o por cualquier otra -concluyó con enojo desdeñoso.

La noche caía sobre la Ciudad de México. Ambos vieron cómo la noche caía sobre la Ciudad de México. Se vieron a los ojos.

Pocos minutos más tarde Juan de Dios entraba a Santa Isabel por el lado de La Mariscala. Traía en la mano Les feuilles de l'Automne. Quería mostrarle a Rosario la hoja que Manuel puso en uno de los capítulos la víspera de su muerte. Desde la distancia vio la silueta de la pareja en la ventana. Se besaban. Sintió que el estómago y el pecho se le contraían. Bajó la cabeza y, acelerando el paso, siguió de frente. En plaza Guardiola se topó cara a cara con Ramírez.