La Jornada Semanal, 15 de agosto de 1999
Gaspar Aguilera Díaz,
Noviembre y
pájaros,
Editorial Verdehalago/
Universidad Autónoma
Metropolitana,
México, 1998.
Noviembre y pájaros es un extraño título para un libro de misteriosos relatos. No obstante que sus temas corresponden a realidades, hasta cierto punto ligadas a nuestras circunstancias contemporáneas, sobre todo a las que recrean la pantalla chica y la grande a través de historias calificadas como estética de la violencia, donde el crimen, la muerte y el dolor se han convertido en espectáculo. Gaspar Aguilera toma distancia del sensacionalismo y el efectismo, la truculencia de la nota roja y las aventuras de acción sangrientas al estilo de Barry Gifford en Perdita Durango. Por el contrario, en este breve libro de quince historias cortas el lenguaje poético es puesto al servicio de la intimidad de los personajes que sufren o gozan la perversión del medio; la inteligencia y el amor son víctimas y victimarios también de la sordidez.
Son constantes la injusticia, la miseria, la crueldad y el erotismo. El narrador va siempre directo al objeto de la lujuria y no pierde la oportunidad de lucir la prosa, como todo actor busca su momento dramático. Veamos algunas de estas joyas: ``Cuando de pronto su vista chocó de frente con unas medias oscuras, zapatos negros sensuales un poco demodé y unos muslos que terminaban donde el origen de lo bueno y lo malo forma un dulce abismo.'' (``El protagonista entra a la `Tampico' y descubre la jodidez que lo rodea.'') ``Parecía un milagro como el de las apariciones virginales: por unos segundos quedó frente a las lámparas del piso en una de las esquinas del estrado, corrí al baño a hacer lo que seguramente ella nunca me perdonaría, al ver sus piernas, sus caderas sólidas, la paloma dormida de su sexo palpitando bajo sus bragas también transparentes.'' (``Tan intocable estrella.'') Por cierto, dicho relato evoca la imagen de una fotografía de Marilyn descendiendo de un coche y dejando ver su pubis; la transparencia de la ropa sugiere un vellocino de oro.
Es difícil establecer un solo parentesco o complicidad narrativa del autor de este libro. Pienso que son muchos los maestros homenajeados en su escritura, en su voz auténtica, madura. Pueden, sin embargo, destacarse algunas. Por ejemplo, el relato ``Una copa más'' recuerda los ambientes de José Revueltas y sus personajes barriobajeros, prostitutas y hombres de cantina en donde merodea una conciencia social y política, como la del autor omnisciente que, incluso, trae a colación a Marx en esos momentos en donde privan letras de bolero que le dan sentido a la historia y su desenlace.
Gaspar emplea finales imprevistos, no sorpresivos sino desconcertantes, a veces tan herméticos que obligan a una segunda lectura aclaratoria. Así ocurre en ``El protagonista'', donde sugiere la presencia de Cortázar no sólo por el sonido del jazz sino por esa voz que desembobina los sentimientos que están a punto de activar el hecho derivado de la duda, de las circunstancias frustrantes y de una condición humana que no deja otra vía de escape que la violencia, de la que ya no somos testigos presenciales, sólo imaginarios.
Muchas veces el erotismo es sujeto a la mirada, a la posesión voyerista del escritor. Hace años, Juan García Ponce declaraba que la presencia de lo sexual continuaba en sus obras porque la necesidad frente a la imposibilidad acentuaba el poder de la imaginación, a tal grado que podía hacer suya a cualquier mujer con sólo desearla, todo esto sin que ella se percatara de que estaba siendo desnudada, acariciada, poseída. Las escenas eróticas que Gaspar Aguilera despliega a lo largo de estas cuarenta y ocho páginas tienen algo de onírico y mucho de lucidez adolescente, de habilidad incendiaria para el detalle que habrá de expandir el deseo y desatar la tragedia.
En otras historias la fantasía sexual es un delirante desenfreno onanista, como en la ya citada ``Tan intocable estrella''. Allí el protagonista es condicionado a la estatura de una escala social, donde la fama es la ilusión de lo inalcanzable, de lo intangible y, sin embargo, epidérmico. ``Como yo la veía casi siempre de perfil -por tener que permanecer a un costado del escenario-, de pronto sólo veía sus senos apretados, la curva contundente de sus nalgas, su perfil de diosa romana, todo iluminado de azul, rojo, violeta; casi podía espiar cada parte de su cuerpo increíble (en el intermedio -ya se imaginará- regresé al baño).'' Allí mismo, en ese relato, ocurre la muerte del enano tramoyista que, dice para sí el envidioso adorador de Onán, se llevó las huellas digitales de su mano de nieve, pues ella acarició su frente cuando él agonizaba. Ese es tal vez el único o de los muy pocos destellos de humor negro que se permite Gaspar.
En la mayoría de sus textos, el sexo funciona como vía regia por donde corren las pulsiones del animal civilizado, dispuesto a destrozar a su víctima, una vez que la someta a sus caprichos, para alimentar su poder. El relato que abre este volumen, ``Pez de fuego'', ilustra con vehemencia tal ejercicio de la infamia. Veamos un fragmento: ``Cubría sus pezones con la toalla de la herradura gris, ahora una sola diminuta tanga negra le ocultaba el sexo, ningún ruego ni súplica le habían valido para evitar su entrada a la alberca y su posterior lucha con el `Cherry', con los senos al aire. El `Cherry' despedazaba con los colmillos babeantes el triángulo de seda negra, y empezaba a dejar su semen amarillento entre los fuertes muslos y caderas de Rosalía, cuyos gritos desgarrados eran opacados por los aullidos con que las mujeres azuzaban al animal, frenéticamente, como si también sintieran entre las piernas y las pulcras pantaletas, el embate violento de la bestia.''
Hay excepciones donde la intención narrativa persigue otros cauces, como el onírico o surrealista; es el caso de ``Dadamalthus now''. En general, Aguilera no se ciñe al esquematismo del cuento tradicional y dejaÊque sus relatos hagan equilibrio sobre la punta de la realidad. La unidad de los relatos breves que componen Noviembre y pájaros radica en la búsqueda de la salvación amorosa atrapada en la fatalidad. La orfandad, el deseo y la sangre son la argamasa de una prosa poética que halla en la muerte una casi invariable solución narrativa, quizá como una forma de exorcizar los demonios de la inutilidad creativa. El lo dice mejor a través de las letras del suicida del ``Hotel Normandy'', al final de su carta de despedida: ``Abrir una ventana, buscar una puerta que alimente esta sed de estar cerca de nuevo, esta vergonzante sublimación del miedo a la soledad y las heridasÉ''.