La Jornada Semanal, 15 de agosto de 1999



Eduardo Hurtado

LO DEMAS SON PALABRAS

Nueva poesía de México:
Julio Trujillo

Entre 1929 y 1936 la poesía hispanoamericana alcanza un momento incomparable: aparecen Poeta en Nueva York de Federico García Lorca (1929), Sermones y Moradas de Rafael Alberti (1930), Residencia en la tierra de Pablo Neruda (1933), La destrucción o el amor de Vicente Aleixandre (1935), los Nocturnos de Xavier Villaurrutia, Muerte sin fin de José Gorostiza y algunos de los mejores poemas de Ricardo Molinari y Luis Cernuda. La guerra civil española y la segunda guerra mundial interrumpen esa brillante racha.

Desde fines de los años treinta y hasta la segunda mitad de los cuarenta, la poesía en lengua española oscila entre dos fervores: el didactismo político y la retórica neoclásica. La reacción a esta doble tendencia la inicia Lezama Lima, un poeta que supo deslindarse de los recetarios vanguardistas y, al mismo tiempo, aprovechar sus lecciones iniciales de libertad. Un título característico: La fijeza (1944). Para el cubano la poesía vive más allá de los dos fetiches de la época: la novedad y el cambio. Junto con el gran estallido que representó Lezama surge una notable constelación de poetas: Octavio Paz, Enrique Molina, Nicanor Parra, Jaime Sabines, Roberto Juarroz, Alvaro Mutis. Para todos ellos la originalidad deja de ser un criterio determinante. El poeta ya no es el creador de una voz insólita sino una de las múltiples voces que concurren en la invención de un poema.

La crítica del concepto de autor, fundamental para replantear las ideas al uso acerca de la poesía, se agudiza en los años sesenta: el poeta elabora objetos verbales que carecen de existencia propia; un poema es un artefacto que cambia con cada lectura -o dicho de otra manera, con cada lectura ocurre un poema diferente. Desde un punto de vista más estricto, los buenos poemas, aquellos destinados a convertirse en clásicos, contienen la potencia de leer al lector, de resarcirle un mundo que sólo en él existe. El poema estalla en un presente y un aquí que pueden ocurrir en cualquier momento y en cualquier parte: un texto fechado en la Ciudad de México en 1972 vuelve a empezar en manos de un lector peruano una noche de 1999 en algún barrio de Lima. El futuro y el pasado dejan de ser el lugar de la nostalgia o de las seguridades postergadas; la poesía es una zona donde confluyen todos los tiempos.

Una generación se define a partir de sus afinidades y diferencias con las generaciones precedentes. La poesía no evoluciona, vive de los cambios que cada nueva escritura engendra en su fluctuante ordenamiento. Cada vez que un poeta encuentra una expresión característica provoca un reacomodo de la tradición. Como gestos que antes pasaron desapercibidos, algunos rasgos de la poesía que hoy escriben los autores nacidos en los años sesenta y setenta se hacen visibles en los textos de sus antecesores: allí estaban, atenidos a que un poema futuro les diera cuerpo y sombra.

No es extraño entonces que al acercarnos a los mejores títulos de los nuevos poetas mexicanos tengamos la impresión de que la poesía precedente se reaviva: leemos con otros ojos a Paz y Villaurrutia, a Chumacero y Bonifaz Nuño, a Sabines y Novo -o sus poemas nos leen de otra forma: deletrean los cambios que nuestras lecturas recientes han operado en nosotros. El mismo efecto se puede anticipar en relación al futuro: la poesía que escriban los poetas nacidos en los noventa ya es desde ahora impensable sin las tentativas de aquellos que muy pronto se convertirán en sus colegas del milenio pasado. Esto significa, como quería T.S. Eliot, una esencial concordancia entre lo nuevo y lo viejo.

Desde esta perspectiva, no debe asombrarnos que Julio Trujillo (Ciudad de México, 1969) se inserte como un clásico en el mapa de la poesía en nuestra lengua. Su poesía ingresa a la tradición por las puertas de la segunda vanguardia hispanoamericana -esa otra vanguardia, desengañada y secreta, que a la obligación de innovar a toda costa le opone una pasión furtiva: explorar. Por ahí entronca con el ubérrimo posmodernismo nacional (López Velarde, Tablada, Reyes) y con la singular versión mexicana de las vanguardias pioneras: Pellicer (sobre todo Pellicer), Gorostiza, Villaurrutia, Novo y Cuesta.

Las incursiones de Trujillo escogen ese territorio donde lo interior y lo exterior comulgan: el lenguaje. Sin embargo, para el autor de Una sangre (Trilce Ediciones, Col. Tristán Lecoq, 1998) el lenguaje no es una materia ``procesable''. Todo lo contrario: el poeta es el laboratorio del lenguaje. Tal vez por eso todas las voces que resuenan en su poesía nos sorprenden con un timbre diferencial: Trujillo las dota de una confianza extraordinaria en los poderes de la palabra. Oigamos, por ejemplo, la forma en que un dejo nerudiano se somete a la desnudez de las cosas que celebran coincidir consigo mismas: ``Limón limón,/ turbia/ chispa del aire.// Limón,/ tupida/ insinuación.// Devuélvete girando/ hacia la médula,/ concéntrate.// Oh agrio/ mi indescifrable amigo,/ olvídame y olvídate.''

Una nota esencial en este libro: la erradicación categórica del ``como''. Para Trujillo el tajo que separa al lenguaje de la cosa no está en la cosa ni en el lenguaje sino en la conciencia del que nombra. Cuando nos dice ``todo es lo que los ojos manifiestan'', afirma que los frutos del lenguaje maduran en la luz de la mirada. Para conseguir que las cosas vengan a dar en ellas mismas le basta convocarlas con la vista, ``los ojos del pensar''. El peculiar conceptismo de Trujillo comienza y termina en los sentidos: si la circunspección intelectual de Gorostiza se inclina sobre el lenguaje hasta congelarlo en la transparencia de un vaso, el hedonismo razonante de este joven autor pone a girar al vaso emblemático en lo más recóndito del ojo, hasta devolverle su verdad de vaso: ``(el vaso se levanta porque gira/ tras el iris,/ que si no fuera una vorágine tan limpia/ un soplo bastaría para estrellarlo)''.

Una presencia decisiva: Carlos Pellicer, sobre todo el Pellicer veinteañero de Colores en el mar, Piedra de sacrificios, 6,7 poemas, Hora y 20 y Camino. De ahí, de la voz jubilosa y celebratoria que habita estos títulos, obtiene Trujillo la confianza en el mundo y en el cuerpo que le da fuelle a su poesía. Pero si el tabasqueño se afana en descubrir un orden esencial cada vez que enfrenta el desbarajuste del mundo, Julio Trujillo se regocija en hallarle nombres hermosos al caos. Como en este fragmento de ``Xurandó'': ``Apenas llueve./ Anuncia un zinc anónimo las gotas./ Ha estado ahíta desde siempre/ la esponja de la selva:/ todo le sobra,/ todos los poros son estanques/ y cada estanque vive ahogándose/ en su hartura.'' El entusiasmo de Trujillo despega en la errancia de la sangre, una sangre adicta y rastreadora que, como el mar, fluctúa entre el afuera y el aquí, entre el asombro y el ansia. Por eso el poeta vive al acecho de lo líquido: el mar, el agua, la sangre: viaje hacia el germen, carrera hacia el ombligo, inmersión en una linfa verbal que al absolvernos de las formas nos difunde.