La Jornada Semanal, 15 de agosto de 1999
El humor es un ingrediente que no falta en la mejor literatura de todas las épocas. Resulta indispensable para establecer los contrastes entre el enfrentamiento del hombre a sentimientos y pasiones tan solemnes como el amor, la frustración, la soledad, el heroísmo o el miedo a la muerte.
Hasta hace pocos años se decía que la literatura mexicana era una literatura solemne, que los escritores con vena humorística son escasos en México. Pero si nos ponemos a revisar con atención la literatura mexicana, desde las andanzas de El Periquillo Sarniento hasta la obra de Guillermo Sheridan, nos daremos cuenta de que hasta escritores tan serios como Juan Rulfo escriben pasajes llenos de humor.
A primera vista, cualquier persona no estudiosa de la literatura afirmaría que Manuel Acuña, el más representativo de nuestros poetas románticos, aparta de su obra el humorismo, aunque ocurre precisamente lo contrario.
No es posible, pensarían los no eruditos, que el autor de ``Ante un cadáver'' y ``Nocturno a Rosario'', poemas solemnes si los hay, pudiera haber sido capaz de escribir versos tales como los contenidos en ``Nada sobre nada'' y ``Un rasgo de humor''. No creo que en el caso de estos poemas pueda decirse que la humorada de Manuel Acuña sea involuntaria, como ocurre con la ingenua VII estrofa del ``Nocturno a Rosario'':
Con razón -diría cualquiera socarronamente- la mujer a quien Acuña escribió estos versos no le hizo el menor caso, porque ninguna dama en sus cabales aceptaría que entre ella y su marido se interpusiera, siempre, la suegra. Esta estrofa fue aprovechada por Jaime Humberto Hermosillo para que la declamara el protagonista de la película Doña Herlinda y su hijo. Así logró cerrar el filme con un buen chiste.
Seguramente, y sin medro de la gloria literaria de Acuña, no resistiríamos esbozar alguna sonrisa en una representación actual de El pasado, la única obra de teatro que estrenó con gran éxito el bardo saltillense, sin que al parecer hiciera mucha mella en su ánimo.
Pienso que Manuel Acuña no fue un hombre desgraciado, sufrido, como lo han querido ver algunos de sus biógrafos. José Arias Galindo afirma que Rosario no fue la culpable del suicidio de Acuña, sino la miseria y el ambiente en que se hallaba el bardo.
Es cierto que durante tres años los padres no pudieron enviarle un solo centavo para sostenerse en la capital, y que perdió años de estudio por esa situación. Pero debió ser una miseria soportable, dentro de la bohemia de aquella época.
Aunque Acuña viviera en un humilde cuarto de la Facultad de Medicina, era, de alguna manera, un joven poeta mimado por la suerte; había triunfado estruendosamente en el estreno de El pasado, y se le había honrado con una corona de laurel. Su obra había sido representada varias veces, seguramente a teatro lleno, y algo debió haber recibido por derechos de autor.
Además, tenía su relación amorosa con Laura Méndez, la poetisa de Amecameca; con Soledad, la humilde lavandera, y con otras mujeres que seguramente no lo dejaban en ayunas. Era amigo de poetas adinerados y frecuentaba los salones de la alta sociedad -como el de Rosario de la Peña y Llerena- en donde alternar con esa gente debía haberle costado talento, del que no carecía.
Alguna vez escuché a Vicente Quirarte opinar en una conferencia que el suicidio de Acuña se debió no a la indiferencia de Rosario, sino a la moda que tenían los escritores del romanticismo de morir, ya sea por tuberculosis (las enfermedades suelen estar, también, de moda), por medio del cianuro o de un tiro en el corazón. Estoy de acuerdo con Quirarte, aunque en mi fuero interno pienso que el suicidio de Acuña fue, además, un rasgo de humor. El suicidio es una forma de chasquear a la vida, de burlarse de ella y de todo lo que representa. Manuel Acuña, insisto, a pesar de la aplastante solemnidad de su obra es un poeta humorístico consciente.
El humorismo lo persigue hasta después de muerto. En su libro La historia de la cultura coahuilense, Federico González Núñez cuenta la siguiente anécdota:
En Coahuila, desde los años de la primera infancia los profesores inculcaban a los párvulos una gran admiración por el autor del famoso ``Nocturno''. Los niños de aquel entonces veíamos una fotografía del poeta con un rostro alargado, tupidos y anchos bigotesÊque le llenaban un amplio hueco entre los orificios de la nariz y las comisuras de los labios; un rostro enjuto, de mirada seria y reflexiva que parecía ver más allá de la realidad. Luego, la levita con la corbata de moño, cayendo sobre su pecho; la forma ovalada de la fotografía. Todos estos rasgos formaban la imagen de un hombre melancólico, de mucha edad, que había tenido la ocurrencia de enamorarseÊde una mujer imposible de alcanzar y que, desesperado, había ingerido una buena dosis de cianuro. En esa niñez y adolescencia provincianas, nunca creímos que aquella mirada fuera capaz de ver también el lado gozable de las cosas.
Es cierto que por su facilismo, temática y la forma post mortem de su autor, el ``Nocturno a Rosario'' ha sido declamado, muchísimas veces, por todo tipo de gente. ``Pues bien, yo necesito decirte que te quiero'' es un verso que ha rebotado, de mesa en mesa, en todas las tabernas del país, quizás tanto como el de Díaz Mirón: ``Hay plumajes que cruzan el pantano y no se manchan/ mi plumaje es de esos'', uno y otro, con gran humor e ironía.