La Jornada Semanal, 15 de agosto de 1999
¿Cuántas muchachas se llaman hoy Sue Ellen? Miniseries, telenovelas, novelas de folletín escritas o en pantalla, provocan manifestaciones de entusiasmo y de culto. Pero el primer fenómeno masivo en este sentido ocurrió con Los misterios de París de Eugéne Sue, que en junio de 1842 empezaban a publicarse en partes en el Journal des Débats, para terminar en octubre del año sucesivo; mientras, salieron en libro.
Por testimonios respetables se sabe cuáles han sido las reacciones provocadas por esta novela que sacaba a la luz el horror y los sufrimientos de las clases trabajadoras: primera epopeya del proletariado urbano y al mismo tiempo primera y fulgurante aparición del Superhombre vengador, del príncipe protector de los pobres y flagelo de los malvados. Saint-Beuve recordaba que, con respecto a la Gouleuse, heroína dulcísima y desventurada, se componían y cantaban canciones, y que las copias del Journal se rentaban a diez centavos por el tiempo necesario para leer la nueva parte, y que cuando el autor faltaba un día por enfermedad, su resfriado se volvía una calamidad pública. Théophile Gautier narraba que el portero letrado leía la novela en voz alta a los inquilinos analfabetas, y que algunos enfermos esperaban el final de Los misterios de París para morir.
Narrando estas y otras manifestaciones de fanatismo, los biógrafos se referían a la correspondencia de los lectores, pero siempre citada de segunda mano. De hecho, ésta yacía desde el final del siglo pasado en el museo Carnavalet y pasó luego a la Bibliotéque Historique de la Ville de Paris. Jean-Pierre Galvan la publica ahora completa en dos gruesos tomos (Les mystéres de Paris-Eugéne Sue et ses lecteurs. París, l'Harmarran), añadiendo a las 347 páginas de la colección otras (por ejemplo, de George Sand y de Lamartine), más 51 cartas del mismo Sue. Se trata de un material precioso para entender un fenómeno digno de un manual, dado que entre la correspondencia de los lectores hay verdaderas perlas: garbosas ofertas amorosas de parte de damas, identificacionesÊde Sue con sus personajes, y comentarios líricos como las cincuenta páginas de versos alejandrinos con los que la gentil señora Fanny Denoix comentaba la novela a medida que aparecía.
Locuras y fanatismos aparte, la colección permite también aclarar algunos puntos sobre la evolución de la novela y del mismo autor. Es notorio que Sue, dandy y decadente, se había entregado al socialismo bajo el efecto de una iluminación, y que quiso escribir Los misterios como un himno a las clases subalternas, pero en clave reformista. Como en aquellos tiempos -y hasta hace pocos años- ese adjetivo era insultante para cualquier buen revolucionario, Marx y Engels dedicaron páginas feroces de La sagrada familia al reformismo de Sue (lo cual demuestra que todos tomaban terriblemente en serio la novela). Pero la reacción del público transformó radicalmente a Sue, quien se volvería revolucionario tanto en las obras siguientes como en la vida, actitud que pagó con el exilio.
La experiencia de narrar del pueblo para el pueblo transformó al autor. Según algunos, transformó también su novela en el sentido de que, bajo la influencia de las reacciones populares, no sólo la alargó (como pasa siempre en esos casos) sino también cambió su trama.
Galvan sostiene en su prefacio que en este sentido se ha exagerado, y no poco, porque hasta la escritura y publicación de la cuarta parte de su obra, a Sue le habían llegado apenas diez cartas. Puede ser, pero la novela consta de ocho partes, y de la quinta en adelante Sue aparece muy sensible a lo que los lectores le escriben. Galvan observa que el autor recibía información de los lectores (sobre la vida carcelaria, por ejemplo), más que estímulos para cambiar la trama. El hecho es que Sue tenía un problema narrativo y moral que resolver. Fleur-de-Marie -la Gouleuse- entra jovencísima en escena, como prostituta si bien, espiritualmente hablando, virgen; y al final se descubre que es la hija del príncipe de Gerolstein, el héroe vengador, lo cual la convierte en princesa. Pero, manchada por el pecado originario, ¿hubiera podido casarse felizmente? Sabemos cómo se las arregla Sue: la atormenta con un remordimiento insanable, la hace escoger el claustro y allí la deja expirar serenamente.
Pero se sabe que en febrero de 1843, es decir, nueve meses antes que esa muerte fuera puesta en escena, el lector Louis Jacquet la había sugerido a Sue. Es verdad que Jacquet, al proponer que la joven se retirara a una institución de caridad, consideraba esa solución como insatisfactoria; sin embargo en su carta decía a Sue que la opinión pública no podría concebir que Fleur-de-Marie saliera bien librada. Proletarios y revolucionarios son una cosa, pero una prostituta es siempre una prostituta. Y esto, en mi opinión, es un ejemplo de la influencia de los lectores en las decisiones narrativas del escritor.