Don José y los huesos de Timur
Conocí a las Villeguitas de Samarcanda en el otoño de 1967. Invitado por la Universidad de la ciudad-camino, di un extraño curso sobre literatura española. El día de mi llegada (en un Antonov preocupante abordado en Tashkent) me di un ``garbeo'' (ante nadie, pues las calles no tenían un alma) por los rumbos históricos de la capital de Timur, el emperador inmortal, el cojo conquistador de la mitad del mundo. Al pasar por una callejuela tenebrosa vi un letrero en el cual, al principio, me negué a creer: ``Centro Gallego de Samarcanda''. Unos días más tarde supe que los gallegos refugiados en Uzbekistán a raíz del triunfo fascista, eran los fundadores del Centro y los autores de un letrero tan peregrino que hubiera hecho las delicias de Bretón y de Gómez de la Serna. Inicié mi curso al día siguiente. Entré al salón y me enfrenté a treinta y cinco estudiantes que, puestos de pie, me saludaron con una aparatosa inclinación de la mitad del organismo. Todos guardaban -y cultivaban- un notable parecido con Gengis Kan, Kublai Kan o Timur y actuaban con una seriedad casi dramática. No movían un músculo del rostro y luchaban contra los párpados insurrectos. Hablé y hablé sobre San Juan de la Cruz, Berceo, el Marqués de Santillana y Fray Luis de León. Muy satisfecho de mi erudición, elocuencia y claridad, pedí a mis alumnos que me hicieran preguntas o formularan comentarios (elogiosos, por supuesto) sobre mi deslumbrante perorata. Nadie movió la cabeza y todos me miraron fijamente. Tarareando ``ahí viene la o'', salí del aula rumbo al refectorio universitario en donde me esperaban un shashlik y un kifir con tomates (jitomates, por favor) y pepinos. Al día siguiente, mi persistente sagacidad me llevó a descubrir que mis alumnos no hablaban ni entendían una palabra de español. Las autoridades universitarias, para no quedar mal con la UNESCO, reclutaron a un grupo de impávidos uzbekos y, bajo amenazas siberianas, los conminaron a escuchar con atención casi post-mortem al estrambótico españolizante. Al día siguiente intenté averiguar si los mártires ``unesquianos'' hablaban otras lenguas. Nada. Sólo ruso y uzbeko. No me metí en problemas y seguí adelante. Me quedaban pendientes ocho conferencias. Cumplí mi compromiso hablando sobre todas las cosas del cielo y de la tierra (la situación me produjo algunos delirios acústicos que no pasaron a mayores). Este fue el mejor curso que di en mi vida académica. No me entendieron y yo no los entendí, pero nos sonreímos sin parar y acabamos dándonos palmadas en la espalda y haciéndonos muecas amistosas. Convencido de mi éxito (he tenido varios del mismo tamaño, pero de menor belleza a lo largo de mi paso por las aulas), me despedí de los uzbekos en el aeropuerto (ahí estallaron las carcajadas finales) y salí para Moscú en un Iliushin rumoroso y guajolotero. Durante mi estancia en Samarcanda (sueño algunas noches con los tigres agazapados del Registán, violadores de las reglas artísticas islámicas, con el observatorio subterráneo de Ulug-Beg, la tumba de Timur con sus letreros revanchistas y la imponderablemente graciosa cúpula de la Bibi Kanún) visité, por recomendación de Sergio Pitol y Carlos Monsiváis que las habían conocido en un congreso moscovita, a las ilustres Villeguitas, refugiadas en territorio uzbeko desde 1939. Amparito y Rosarito habían sido maestras en Soria y entusiastas dirigentes del Prolet-Kult castellano. Su mayor acierto fue la organización de una temporada de ``sovietzuelas'' (lo del ``Zar'' de la zarzuela les pareció reaccionario y lo cambiaron por un correcto ``soviet'') en la cual brilló una clamorosa ``Verbena de la paloma... de la paz''. Su estalinismo no admitía fisuras y era objeto de algunas pequeñas burlas inventadas por sus camaradas. Contaban que, con motivo de un congreso de ex partisanos celebrado en Bujara, las Villeguitas se hicieron cargo de la traducción de las palabras de bienvenida que debía pronunciar el prócer al que las maestras sorianas llamaban Don José. Subió a la tribuna el señor del gulag y de las purgas e inició sus salutaciones en distintos idiomas: Welcome comrades, Willkomen Kameraden, Benvenuti compagni... y, al llegar al momento español, guiado por las sugerencias de las traductoras Villeguitas, hizo un amplio ademán con la mano derecha y exclamó con voz dulce: ``Albricias, pastores.'' Ahí estaban, pensando en Machado, en las ``cárdenas roquedas por donde traza el Duero su curva de ballesta en torno a Soria'' y en la pistola de Lister que ya no pudo defender a la legalidad republicana. Salieron a despedirme a la puerta de su laberíntica casita y mandaron saludos para Pitol y Monsiváis. Tarareando ``y luego hasta atrás llegó la u'' sentí una mezcla de pánico y de ternura ante ese feroz y candoroso anacronismo. Hugo Gutiérrez Vega
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razonamiento del marqués
El Marqués de La Bufa trataba de explicar todas las cosas. Era un gusto oírlo razonar. Yo lo oí una tarde, cuando era niño, plantear primero, sonriendo por nuestro asombro, y resolver después, cuánto pesa el fuego. No, no es tan fácil, hay que razonar así: pesas un trozo de madera, por ejemplo, luego lo quemas y pesas las cenizas. La diferencia es lo que pesa el fuego pero, si no me acuerdo mal, hay que descartar el peso del oxígeno que estará en la madera y se pierde en la combustión. - No, el fuego no es un elemento, como creían los antiguos, lo que llamamos ``fuego'' es una reacción química -declaraba el Marqués y explicaba por qué la flama es tan lucidora y bailarina. Todo lo explicaba el Marqués. Y por eso, creo, le extrañó descubrir que el faisán dorado ya no estaba en el patio de suelo de cuarterón del recinto donde lo alojaba. Se extrañó y le causó pesar porque el animal le gustaba de tal modo que había hecho que un gran arquitecto catalán, de apellido Andreu, construyera un palacio en miniatura de madera policromada a manera de habitación del pájaro en aquel patio. Y sí, era maravilla ver al faisán deambular, parsimonioso y solemne, como un rey de pluma fina y colorida, por sus dominios. Pero había desaparecido. Ahora bien, la lógica, estudiada y practicada por el Marqués, la lógica todopoderosa de sus explicaciones, decía que dado que era imposible que el faisán hubiera salido de la enorme jaula por sus propios medios, era necesario inferir la presencia de un agente causal de identidad desconocida que lo había sacado de ahí. Esto es, concluía el Marqués, ``alguien se lo llevó''. Y dado que el ave pertenecía en propiedad legítima al Marqués, y no era en modo alguno bien mostrenco o propiedad comunal, se autorizaba afirmar que ``alguien lo había robado''. Ahora, la palabra ``alguien'' se analiza lógicamente así: ``existe cuando menos una x tal que x se robó el faisán''. Existe cuando menos uno, pero podrían ser más, dos, tres, mil, más de mil. Aunque, claro, era en extremo improbable que fueran ``muchos''. ¿Por qué? 1) Porque mientras más personas participan en un proyecto, se hace éste más difícil de articular y coordinar. Por ejemplo, Maquiavelo, experto en estas cosas, estableció que en tanto mayor es el número de participantes en una conjura, mayor es la posibilidad de que sea descubierta, pues aumenta la posibilidad de que algún conjurado se vaya de lengua o, de plano, traicione a los otros. Pero sobre todo porque 2) si el fin o propósito de la acción era, como podía ser, pecuniario, esto es, económico (vendiendo al animal), la ganancia per capita se adelgazaba en proporción al número de participantes, y si eran muchos, esta ganancia perdía todo atractivo, en relación, desde luego, al riesgo corrido, ya que el robo es delito y se castiga con severidad. Porque, claro, establecer el fin o propósito de una acción humana dada es condición para captar su racionalidad: la acción se entiende como medio para alcanzar ese fin, y de esa manera se explica. La acción de un hombre que se mueve de un lugar a otro, sin que sepamos por qué, esto es, con qué finalidad, se vuelve irracional y, por tanto, inexplicable (puesto que ``explicar'' es justamente captar la racionalidad de la acción). Pero si nos dicen, simplemente, ``se mueve así porque está haciendo ejercicio'', captamos la finalidad o propósito y la acción se explica. Pasaron dos días sin noticias. Al tercero, el Marqués halló al faisán dorado caminando, parsimonioso y solemne, como siempre, pero no abajo, en el patio de cuarterón de cantera que le correspondía, sino arriba, en sus habitaciones privadas, sobre el lecho conyugal del Marqués, precisamente. Así pues, el animal no había sido ``robado'' sino meramente ``trasladado''. (Si bien el desplazamiento de un lugar a otro había durado, extrañamente, dos días.) Pero ¿para qué? ¿Quién habría hecho eso y con qué finalidad? La acción aparecía irracional e inexplicable porque, como acabamos de decir, era imposible hallarle algún propósito o finalidad que pudiera corresponderle. Y así fue, señoras y señores, como empezaron los desórdenes en la casa del Marqués que gustaba de explicar todas las cosas.
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