Llevaba más de una hora esperando. Había hojeado todas las revistas de belleza. Me resigné a curiosear en las publicaciones médicas, pero en ese momento al hombre sentado junto a mí le dijeron que lo iba a recibir el doctor Avila. Al levantarse murmuró: "Le dejo mi periódico". Me pareció una orden. Lo tomé. El diario estaba abierto en la página de obituarios.
No es la mejor sección para leer en la antesala del cardiólogo. Iba a pasar a la siguiente cuando me atrapó un nombre: Austreberto. Seguí leyendo la esquela: "El señor Austreberto Mancilla murió el domingo 6 de los corrientes en el seno de la Santa Madre Iglesia Católica".
Fue suficiente para que la bruma de otros días me envolviera y hasta creí percibir el olor a humedad que flotaba en el auditorio Angela Peralta. Durante mi último año de secundaria se convirtió para mí y para Austreberto ųaunque por motivos distintosų en el centro de nuestras vidas. Releí la esquela. Me pareció que por primera vez le quedaba bien su nombre a mi antiguo compañero, quizá porque lo antecedía la palabra "señor".
Sentí que estaba a punto de hacer otro descubrimiento pero Santa, la recepcionista, me lo impidió: "En un momentito la recibe el doctor". La muchacha desapareció y nos dejó envueltos en su perfume floral, el mismo que empleaba su antecesora. Esa coincidencia me hace suponer que el doctor Avila exige a su personal usar aquel perfume, tan positivo como los fotomurales de paisajes que adornan el consultorio. Mi médico se habría sorprendido muchísimo si aquella tarde le hubiera dicho que el perfume de Santa y el decorado tuvieron un efecto contrario: en vez de volverme optimista, me hicieron pensar en la capilla ardiente donde acababa de ser velado Austreberto.
La consulta fue breve. El doctor me sometió a las pruebas habituales y diagnosticó: "Quédese tranquila: sigue estable". Salí del edificio. Deseaba estar sola para releer la esquela. Cuando entré en mi coche fue lo primero que hice. La nota no aludía a esposa, hijos o hermanos. Austreberto ocupaba toda la escena de su muerte, igual que en el viejo auditorio Angela Peralta.
II
Dos meses ensayamos Otra vez el Diablo, la obra de Alejandro Casona que debíamos estrenar el 10 de mayo. Fue un éxito gracias a Austreberto, a quien le tocó el papel de Diablo. La maestra Ofelia se lo asignó sin consultarlo con nadie. Al enterarnos pusimos el grito en el cielo. Conocíamos de sobra la bonachonería de nuestro compañero. Entonces, Ƒcómo íbamos a mostrarnos temerosos ante él? Y yo, Ƒcómo lograría convencerme a mí misma de que aceptaba morir junto al Diablo, enamorada y seducida por su maligna inteligencia? Lo conseguí imaginando que, en vez de Austreberto, quien me envolvía en sus brazos era el maestro de música.
Se llamaba Julio Miguel. Aunque era joven, tenía el cabello casi blanco, lo que acentuaba el matiz oscuro de su piel y de sus ojos. Mis compañeras y yo lo mirábamos con descaro. Era el tema principal de nuestras conversaciones privadas y le encontrábamos parecido con los galanes de moda. Formadas por estaturas en el Angela Peralta, fingíamos seguirlo en su intento de convertirnos en un buen grupo coral. El maestro Julio fracasó. En cambio, la maestra Ofelia logró hacer de nosotros un buen cuadro de actores.
III
En vísperas del estreno ensayábamos también por la tarde. Me fascinaba volver a la escuela desierta y entrar en el auditorio con la esperanza de ver al maestro Julio. A quien descubría era a Austreberto, repitiendo a solas sus parlamentos. Por la entonación era obvio que mi compañero no lograba deshacerse de su verdadera naturaleza para adoptar el acento y el gesto del mal.
La maestra Ofelia estuvo a punto de quitarle el papel. Sin embargo, no encontró a otro muchacho tan alto y corpulento. Así comprendimos por qué lo había elegido para encarnar al Diablo. En aquel ensayo seguí esforzándome por imaginar que eran los brazos del maestro de música, y no los de Austreberto, los que me envolvían.
Aquella tarde supimos que a partir de entonces ensayaríamos con vestuario. Fue suficiente para que todo cambiase y ya no resultara necesaria mi simulación. Austreberto, con su disfraz rojo y morado, se transformó en un ser importante y sus actuaciones fueron cada vez mejores. Acabó por convencernos de que era la personificación misma del mal y eso me sedujo. Creí que había olvidado al maestro de música cuando me di cuenta de que esperaba ansiosa el ensayo de la última escena: en ella, antes de morir a su lado, el Diablo me envolvía en su capa y, como último acto de su vida, me abrazaba y besaba.
IV
Austreberto y yo nunca nos dijimos ni hicimos nada que no estuviera consignado en el libreto que protegía la existencia de un romance extraño y sólo dicho con palabras prestadas. Después, cuando terminábamos el ensayo y Austreberto se quitaba su disfraz, se iba tan solo como había estado siempre, con la única diferencia de que a mí aquella soledad me pesaba como si fuera mía. Jamás hablé con nadie del asunto y cuando quise hacerlo con Austreberto ya era demasiado tarde.
Durante los últimos ensayos todos reconocieron los extraordinarios avances de Austreberto. En secreto me alegraba saber que sólo yo poseía la clave de aquel cambio. La noche del estreno, a la que asistieron padres, abuelos, hermanos, tíos, maestros, Austreberto recibió una ovación enorme. Al oírla sentí que me envolvía como la capa del Diablo. Pasé el fin de semana atrapada en la magia de la obra, pero sobre todo en las extrañas sensaciones que me habían provocado las caricias de Austreberto bajo el disfraz del Diablo. Desde luego no se las mencioné a las compañeras que me hablaron por teléfono para felicitarme por la representación. Sin embargo, anhelaba el regreso a la escuela y bendije la llegada del lunes.
V
A media cuadra de distancia vi a Austreberto en la entrada. Sin el disfraz de Diablo, sin aquella capa fantástica con la que me envolvió, era de nuevo el adolescente bonachón con el que se baila sólo una vez y nunca se hacen planes para la hora de salida. En cambio, él debió de haber esperado otra cosa, porque apenas me vio fue a mi encuentro. Fingí no darle importancia a la cortesía, le devolví el saludo de mala gana ųsu verdadera voz me desagradó más que nuncaų y corrí al encuentro de mis amigas.
Durante la semana lo esquivaba. Después me paraba a conversar con él sólo cuando el inalcanzable maestro de música estaba lo suficientemente cerca como para vernos y sentir algo, tal vez celos. Esa ocurrencia, una verdadera fantasía, me llevó a extremos que ahora veo como auténticas crueldades: aceptaba que Austreberto me acompañara a la parada del camión, sólo para que el otro me viera salir con él. Celebraba las bromas de mi compañero con risas estentóreas, sólo para que las escuchara el otro. En el auditorio Angela Peralta llegué a fingir una conversación íntima con Austreberto, mientras el maestro Julio se empeñaba en hacernos cantar.
Nunca pensé en las expectativas que despertaba en Austreberto. Seguí adelante hasta la mañana en que el maestro Julio nos dijo se iba de la escuela. Después de aquella mala hora no volví a dirigirle la palabra a Austreberto, se me borró, como su personaje al terminar la representación.
Ahora, al leer su esquela, he vuelto a pensar en Austreberto y me doy cuenta de todo el daño que le hice con mi perversidad. No he resultado ilesa. Hoy entiendo uno de los aspectos más terribles de la vida: es imposible pedir perdón a los muertos.