La Ley de Herodes
Fernando Figueroa Ť Había una vez una linda niña de ojos claros que a los cinco años de edad vivía en un internado de monjas. Ella, la más pequeña del colegio, era levantada en las mañanas con una soberana nalgada por ser la última en despertar de sus tiernos sueños. SUS PADRES SE habían divorciado, y en los años treinta se acostumbraba enviar a los hijos a un internado para ocultarles la verdad. Cuando Yolanda volvió al hogar, su padre ya no estaba ahí. A PESAR DE que la niña recorría las calles con zapatos rotos, era feliz y procuraba darle ánimos a su madre. Yolanda Vargas Dulché vivió su adolescencia en un ambiente literario porque su padre, Armando Vargas de la Maza, era un periodista reconocido, y una de sus tías, Catalina D'Erzell, fue una dramaturga de cierto renombre. CUANDO ESTUDIABA SECUNDARIA, Yolanda escribió en una libreta escolar un texto autobiográfico titulado Cristal, que se convirtió en el arranque de su carrera como escritora. Siendo muy joven, mandó unos cuentos al periódico El Universal. Alguien le preguntó si quería hacer historietas y ella dijo que sí. Empezó escribiendo argumentos cortos en una revista llamada Chamaco Chico, en la sección Rutas de pasión. Después escribió en El Pepín, de García Valseca. Su primera historieta vendedora fue Chispitas, que se transformó en Ladronzuela. Después surgieron piezas maestras en su género, como María Isabel, Encrucijada, Rubí, El pecado de Oyuki, Gabriel y Gabriela, Carne de ébano y otras de la colección Lágrimas, risas y amor. LA INFANCIA DE varias generaciones quedó marcada con las travesuras de Memín Pinguín (de pingo, no de pingüino) y sus amigos Ernestillo, Carlangas y Ricardo. En los sesenta, cada martes era asunto de vida o muerte conseguir un peso para comprar un trozo de esas aventuras. HACE DIEZ AÑOS, en una elegante casona del Pedregal de San Angel, nos recibió por vez primera la mujer que padeció la pobreza económica en sus años mozos. Su arreglo personal era impecable, pero el éxito no la había transformado en un ser jactancioso; al contrario, proyectaba sencillez y paz interior. Le preguntamos a cuál de sus personajes salvaría en un naufragio. Respondió: "A los más desvalidos: Memín y María Isabel". A Memín le puso ese nombre en honor de su esposo, Guillermo de la Parra, forjador de la editorial Vid; el modelo físico lo tomó de los niños cubanos que había conocido en un viaje a la isla, cuando ella era parte del dueto Rubia y Morena. La historia de María Isabel surgió a partir de los relatos de una sirvienta que tuvo su mamá cuando la pobreza había cedido. EN DICIEMBRE DEL 97 volvimos al Pedregal. Doña Yolanda seguía siendo la misma, pero en su alma había un lunar que le dejó la amarga experiencia de haber tenido a su esposo en la cárcel, acusado de evasión fiscal. Además, estaba molesta porque René Muñoz había adaptado "con las patas" la segunda versión televisiva de María Isabel (con Adela Noriega). Sentía que sus personajes perdían verosimilitud cuando les metían la mano. Aunque para algunos sea políticamente incorrecto, hay que decir que Vargas Dulché extrañaba a Emilio Azcárraga Milmo, el magnate que le tendió la mano cuando su marido perdió la libertad; además, el anterior dueño de Televisa, según ella, no hubiera permitido que un adaptador atentara contra sus derechos autorales. Doña Yolanda se veía sana y lúcida; en ese momento le entusiasmaba ver Mirada de mujer, pero no Demasiado corazón, "porque ya hay suficientes balazos en los noticieros". EL DOMINGO PASADO murió Yolanda Vargas Dulché. "Se fue contenta, sin dolor", dijo su hija Emoé.