La propuesta de los ocho profesores eméritos de la UNAM, apoyada por un montón de intelectuales distinguidos, parecería ser un cauce para la solución del problema de la huelga. Al menos, algunos de los eméritos han tenido la oportunidad de ser oídos, sin demasiado escándalo, por los huelguistas.
Me siento obligado a decir que no estoy de acuerdo con su propuesta. Porque implica la pérdida de autoridad de la UNAM y su sometimiento a decisiones colectivas que, en mi concepto, no tienen por qué aceptarse. El problema es muy simple: la UNAM no es una asamblea democrática ni debe ser gobernada por decisiones mayoritarias. No se trata de una organización política, sino de un centro de enseñanza e investigación que, por su propia naturaleza, no puede quedar supeditado al arbitrio de los estudiantes. Por el camino asambleísta habría que someter a aprobación de los alumnos sus calificaciones, los temas a estudio, la elección de las obras de consulta y, por supuesto, la elección misma de autoridades y profesores, a los que se amenazaría con el veto permanente de los estudiantes.
Ya pasó antes. En ocasión del infeliz conflicto de 1966 contra el rector Ignacio Chávez y el director de la Facultad de Derecho, César Sepúlveda, los estudiantes vetaron al maestro Arsenio Farell, quien había ganado brillantemente una cátedra de Derecho Civil por oposición, adicional a la que por concurso de méritos le correspondía en Procesal. El Decano a cargo de la facultad, Cayetano Ruiz, le pidió a Farell que no se presentara a dar clases por así haberlo exigido los violentos ganadores del conflicto. Con ese motivo mandé un escrito al Decano, diciéndole que era una vergüenza esa decisión, y le presenté mi renuncia. Explicaba entonces Derecho Civil, y había sido declarado titular por concurso de méritos. Fue mi huelga personal a la que nadie hizo caso, salvo mi propia conciencia.
Tardé muchos años en volver a la facultad. Antes de mi regreso, inicié una larga estancia, grata, en la ENEP Acatlán. Pero ya eran otros tiempos y la UNAM había recobrado su antiguo prestigio y la demagogia ya no tenía lugar. Hasta este momento, por supuesto.
La universidad es un mundo jerarquizado, nos guste o no. Estoy de acuerdo en que los órganos colegiados puedan aceptar la presencia de estudiantes, empleados, profesores e investigadores, pero no se trata de una cogestión. La gestión corresponde a las autoridades, de la misma manera que la aprobación de los planes de estudio, concursos para el ingreso académico y para los ascensos y demás actividades académicas.
No es un argumento aceptable que las decisiones tomadas en esos (eufemísticamente) denominados "espacios de discusión y análisis", para los que no se propone un mecanismo de elección de los respectivos integrantes de las comisiones, tengan que ser aprobadas por el Consejo Universitario, porque ya en el punto 2, parte final, se dice que "El Consejo Universitario prestará atención preferente a las conclusiones obtenidas en dichos espacios, y las traducirá en resoluciones". A buen entendedor, con un compromiso de esa índole, basta.
No se puede gobernar un centro de estudios y de investigación con criterios supuestamente democráticos. La democracia es para la nación y el compromiso fundamental en la formación del Estado. La universidad, con acceso de todos los que tengan capacidad para entrar en ella ųy no me refiero a la capacidad económicaų se debe regir, en cambio, por el más exigente requisito de selección de los mejores, no de los más audaces. Nada de pases automáticos.
Pero, además, a estas alturas es más que evidente que el problema no es universitario sino político. Se trata de crear y mantener un foco de conflicto, lo que se hace evidente por la constante modificación de las peticiones. Ahora, el pretexto es la supuesta privatización. Por ello mismo, la solución del problema no está en la universidad, sino en el gobierno. Que hasta ahora se ha desentendido por el fantasma del 68 y la proximidad del proceso electoral. Pero lo cierto es que hay violación del estado de derecho, y que el gobierno está obligado a restituir a la universidad en la posesión física y jurídica de sus instalaciones. No propongo la violencia, sino la simple y eficaz aplicación del derecho.
Entretanto, las universidades privadas viven su momento de gloria.