Rolando Cordera Campos
Democracia sin verbo

En 1997 se abrió una nueva época para la política mexicana. Algunos cantan victoria y festejan lo que aún es un proceso en curso, pero lo que es innegable es que como tal, por sus formas y actores, dicho proceso puede reclamar ya el calificativo de democrático. Lo que falta es, sin embargo, lo más importante desde el punto de vista nacional.

Por mucho tiempo se propuso y luchó porque la transición desembocara en un régimen democrático, pero también se insistió en que la construcción de dicho régimen fuese a su vez democrática y no sólo cupular. Tal reclamo empezó a volverse realidad después de 1988, pero adquirió gran velocidad en 1994.

La nave empezó a aterrizar en 1996, con las nuevas reformas electorales y la mal llamada ciudadanización del IFE. En 1997, el sistema emergente mostró sus potencialidades y flexibilidad esencial, en unas elecciones en las que el PRI perdió su mayoría en la Cámara de Diputados y el gobierno de la capital de la República, y los nuevos actores iniciaron sus cursos intensivos en el obligado cogobierno de la democracia.

Los resultados de estos primeros escarceos en la pluralidad formalizada no son satisfactorios, y ello impide compartir el triunfalismo presidencial. No está en cuestión si el Presidente puede o no dar por concluida su tarea como eje del proceso de transición, sino más bien la naturaleza del andamiaje institucional --de acuerdos y no sólo de leyes-- que ha resultado del cambio político. Lo que está cada vez más claro, es que la competencia no es suficiente como mecanismos para producir esos acuerdos y leyes, sin los cuales la forma democrática de gobierno no funciona bien y en el tiempo da lugar a grandes desgastes y erosiones del propio sistema político que emergió del tránsito.

Es esto lo que sigue en el aire y será por la manera como se le traiga a la tierra, como en el futuro se evalúe a los actores de hoy, los partidos y las organizaciones civiles, los medios y la academia, pero también al Presidente. No está en las agendas de hoy una temática como la reseñada arriba. Tampoco parecen dispuestos los partidos y sus candidatos a lo que sea, a abordar las cuestiones básicas de la economía, de cuya evolución o estancamiento dependerá en buena medida no su elección pero sí el gobierno que se forme después de julio del 2000.

Lo que resalta es la vacuidad del discurso, así como la gran disposición de los medios a volverlo alimento chatarra para una opinión pública a la cual medios y políticos no parecen sino despreciar, salvo cuando se les aparece bajo el antifaz numérico de la encuesta.

La queja y la crítica no hacen mella ante un blindaje que es la envidia los responsables de las finanzas nacionales. No hay quien conmueva este bloque sin poros, que se aferra a lo que sea con tal de no voltear atrás ni a los lados. Y esta es la situación que impide cantar victoria y declarar a la transición concluida.

Se repite como coro que eso no puede pedirse del proceso iniciado hace dos décadas por Jesús Reyes Heroles, como se insiste también hasta el hartazgo, que la democracia no resuelve problemas sociales ni asegura una conducción económica eficiente y segura. Tal vez sea así en los libros de texto, pero no en la realidad de la política ni en México ni en el resto del mundo.

Si las democracias no producen lo que sus protagonistas ofrecen, llega el momento en que no hay alternancia que sirva para disfrazar esa ineficacia del sistema en su conjunto y la población se cansa, deja de votar y se aferra a la incredulidad, que es también disposición latente a creer en el que venga y ofrezca firmeza y frutos materiales. La juventud de nuestra democracia no sirve ni como pretexto, porque el país no nació ayer ni viene de una dictadura obscura que en el contraste haga del presente un sendero luminoso.

Los problemas y las carencias actuales pueden ser de larga data, pero muchos de ellos son de tal intensidad que reclaman solución ya. La falta de orden mental en el intercambio político no puede adjudicarse a la novatez de los actores democráticos, porque casi todos vienen de lejos y no son, salvo excepciones que por otro lado no son notables, recién llegados a la política ni a las cosas del Estado.

Hay entonces una responsabilidad que pone en juego y que exigir, como parte de un itinerario inmediato para la política que tendrá el año que viene su primera gran prueba de ácido: dar lugar a un nuevo gobierno sin fisuras en el tejido que crea día con día la pluralidad política. Lo que falta es que los barones apoltronados en el cambio sin fin, se hagan cargo de unas tareas que los publicistas de baja estofa les han hecho creer que no importan, porque con un jingle les dan la vuelta. No es así, y ahí están Chiapas, o la UNAM o el Guerrero eterno para mostrarlos.