En algunos festivales hemos podido ver esa tendencia del circo de cámara armado en escenarios, tanto de Francia como del Canadá francófono (en donde existen Escuelas Nacionales de Circo, nada menos), plenos de gracia, destreza y espíritu lúdico. Este último es una de las graves carencias de Erótica de fin de circo, el espectáculo del Circo Raus que dirige Israel Cortés, quien elige como único tono el melancólico, con lo que a la larga se vuelve un tanto monótono. A diferencia de los otros circos de cámara, Cortés estructura una mínima dramaturgia que une al teatro, la danza y el ambiente circense, pero esta dramaturgia es un tanto inhábil y borrosa. El resultado es un espectáculo poco estructurado que une momentos de gran belleza formal con otros que no lo son tanto. No existe tensión dramática ni existe tensión erótica, suplantada esta última por una proliferación de desnudos asépticos, ciertamente de cuerpos jóvenes, bien formados y elásticos. La sucesión de cuadros breves de gran belleza plástica, la indudable destreza dancística y trapecística (que es la única tensión creada, como en todo circo, al ejecutarse las acrobacias sin red protectora) y la excelencia del grupo de jazz dirigido por Agustín Bernal resultan gratificantes, pero lo serían más si el todo tuviera una coherencia mayor.
Un espectáculo igualmente fragmentado, pero esta vez con toda deliberación, sería Geografía (o a qué mirar las estrellas), de Gerardo Mancebo del Castillo Trejo, que escenifica Mauricio García Lozano. Si uno a ambos espectáculos en una misma nota, a pesar de sus muy obvias diferencias, es porque en ellos campea esa desesperanza de fin de siglo en que parecen estar sumidos muchos jóvenes (no todos, por fortuna, porque en gran medida están saliendo de su marasmo). Mancebo del Castillo Trejo crea una delirante mitología que mucho le debe al comic y mucho a la cultura libresca y que en este momento bien podría tomarse como una sátira de las milenaristas predicciones del fin del mundo, cuando ocurra el eclipse de sol (que para cuando esto se publique ya habrá acontecido).
El texto no excluye ciertos contactos, así sean oblicuos, con la realidad social: el desprecio clasista de las dos hadas al habitante de los túneles, el despojo que sufre Elmeroda y su exilio, la brutal defensa que hace Asperodio para que ningún extraño pase por su territorio, la venta de la poca patria (tierra) que le queda a Solita o la violación que sufre la diosa Atrofita a manos del pirata Cosmogonio. El tono fársico no elude la referencia inmediata a muchos hechos que nos atañen. Empero, la idea de un mundo tan departamentado, la espera de algo o alguien que tienen los personajes y que finalmente se convierte en desesperanza, y la muerte de algunos de los habitantes de la Isla de la Ausencia -y aun los datos geográficos que se nos ofrecen, como son sus límites con la Tierra de la Calamidad- nos hablan de un mundo despedazado y sin ninguna posibilidad redentora. Esto, a pesar del tono lúdico que el director imprime a su escenificación.
La extraña mezcla de seres -hadas, diosa de la mitología, ave mitad hombre, mitad mujer, un pirata muy terrenal o una mujer que trata de crear a golpes la figura de un hijo o una pareja y otros- tiene su correspondencia en juegos de lenguaje, como la extraña sintaxis de la bebé Purita o el uso de bellas viejas palabras como columbrar. También se corresponden las alusiones a cuentos infantiles, a la mitología griega y a clásicos de la literatura. Aislados, pero entrecruzados, los personajes sufren sus respectivas frustraciones dentro de una historia que los comprende, de alguna manera, a todos.
En una escenografía de Philippe Amand a base de rectángulos que recuerdan naipes de una baraja o de la lotería, o en última instancia el juego del gato y en que cada compartimento, excepto uno, está habitado por un personaje, y con un vestuario de Adriana Olivera, muy mezclado y sugerente, Mauricio García Lozano mueve a sus actores que tienen muy pocos desplazamientos y en algunos casos ninguno, pero sobre todo los dirige hacia dentro de sus personajes y logra que transiten de la farsa desatada a un final contenido y desesperanzado. Es un ejercicio magnífico para jóvenes principiantes y en esta tesitura destacan Yuriria del Valle, sobre todo en el final, Humberto Busto y quizá Héctor Kotsifákis, aunque quizá a éste le falte acentuar los modos femenino y masculino de su extraño Asperodio; esto, sin omitir que todos los demás actores cumplen muy bien su cometido. Habría que añadir que los difíciles desplazamientos -apoyados en su entrenamiento por Juan Carlos Vives- rompen con la inmovilidad del conjunto y gracias a ellos el montaje aparece pleno de dinamismo, con un excelente juego de ritmos que se acreditan a García Lozano.