La UNAM empezó a flaquear al compás de su crecimiento y en la actualidad muestra fisuras irreparables. Lo que acontece no surgió de un solo golpe, se fue gestando de manera paulatina. Las cosas bruscamente cambiaron, el mundo se modificó y la universidad recibió un golpe de muerte. Se tambalea sobre sus propios fundamentos de un modo que no deja dudas a pesar de una declaración de versatilidad, de continuidad apacible.
El rector anuncia el riesgo de su desaparición, su muerte. La noticia que tiene visos aparentes de revelación, se estableció en los universitarios no como algo nuevo, sino como una modificación extensiva de todo lo que estaba ya, de lo que éramos, de lo que por lo demás teníamos por tan irrebatible e inmutable.
Es lo que nos pasó con la UNAM, se nos cuarteó, sonó a falsa al mostrar su condición deleznable no en cuanto a su contenido, sino a su consistencia. Sufrió una merma, una mutación invisible, perdió su consistente poderío al adquirir un indefinible sesgo equívoco que hace dudar sobre la firmeza de su espíritu.
La UNAM se transforma, se desvanece, se convierte en otra cosa, en otra universidad que ya no es aquélla. Ese desajuste, esta disipación de la razón la hace por lo pronto dejar de ser. Perdimos la seguridad, no la registrábamos en toda su magnitud y trascendencia hasta que unos estudiantes con toda la pasión de su juventud (y apoyados por quién sabe quién) nos mostraron lo débil de lo que nos aseguraba.
Los años con lentitud, con una labor finísima fueron desajustándola en un incesante movimiento de deterioro y de transformación que hoy sorprende. El mundo cambió, el país también y la UNAM se quedó suspendida. La colectividad, como un todo, se desintegra tan inevitable como irreparablemente.
La UNAM, a la que llegó lentamente la gente del campo que invadió la ciudad, desaloja a las clases medias de la misma hacia las universidades privadas y muestra su inmutabilidad y rompe lo que suponíamos era el ser de la institución: su imagen permanente, que se ve confrontada por unos jóvenes a los que no entendemos, no conocemos, llenos de la violencia de la marginación a la que fueron sometidos, portadores de otro lenguaje y otra simbología.
Las reflexiones sobre la universidad de Medina Echavarría y José Gaos, fechadas en 1955 y 1966 (La responsabilidad de la Universidad, El Colegio de México, 1999), respectivamente, no han perdido vigencia sino que cobran aún más sentido. Ya nos alertaban acerca de la crisis de la universidad. La universidad en crisis frente a la sociedad de masas, imprescindible en la conformación social, cuya significación había que dilucidar y asimilar. Advertían ya de la necesidad del entendimiento, de la capacidad que ésta debería tener para la identificación de los problemas y el discernimiento de las alternativas evitando sucumbir ante la violencia de la precipitación de los tiempos sociales y del uso desesperado de la fuerza. En el prólogo a sus trabajos, Andrés Lira dice: ``Sube de tono la vigencia de esos dos trabajos ahora que nuestra Universidad sufre el amago de fuerzas externas y la incapacidad de cantos -querámoslo o no, veámoslo o no- participamos en el gran conflicto que amenaza con destrucciones irreparables''.
Advertían ya y creo que es el punto crucial, que una de las más graves dificultades se encontraba originada en la estructura social de la que, apunta Echavarría, ``se originan perplejidades de las que al parecer no hemos salido todavía''. Casi cuatro décadas han pasado desde estas reflexiones donde se dibujaban ya la problemática que hoy nos desborda. En la actualidad estamos ante la presencia de una UNAM que se va, de un modo fulminante y en la que estamos embebidos hoy y no sabemos cómo integrar una nueva generación desbordada, multitudinaria y muy enojada. La UNAM se nos transparenta como una transgresión decepcionante y pavorosa, el espectro de lo vertiginoso, de lo que se escapa. Su verdadera faz: su inasibilidad.