No pasa un mes sin que la prensa hable de nuevos grupos armados. Unas veces se les ubica en el norte del país, lo mismo en Baja California que en Chihuahua, pero su lugar, con mayúsculas, es el sur, ese país enorme de miseria y abandono en el que todo puede pasar. Es difícil precisarlo, pero si el río suena...
Contra lo que sería razonable, no tenemos al alcance de la mano una información oficial que confirme o rechace la veracidad de tales informaciones, que diga dónde están y quiénes los encabezan si es que esos grupos actúan en el país. Lo peor, sin embargo, no es la desinformación, sino el desinterés o la ceguera.
Y eso es grave porque impide ofrecer a tiempo soluciones. Pero así es: en una sociedad que olvida fácilmente, como la nuestra, parece preferible ocultar el asunto o ignorarlo que asumir con honradez que hay un problema. Dada la aparente debilidad de tales grupos, acto seguido se decreta su inexistencia y se les aplica la ley del silencio, hasta que la cosa estalla y, otra vez, la sorpresa sacude las buenas conciencias.
El gobierno se ampara en el secreto de Estado y calla por razones de seguridad nacional, o eso dice; la sociedad, sobre todo aquélla que ya se siente del otro lado de la cerca democrática, no quiere recordar quiénes somos y de dónde venimos. Prevalece en ambos extremos, por razones tan distantes como se quiera, un sentimiento de autocomplacencia política y moral, un adormecimiento de los sentidos que se basta a sí mismo con realizar periódicamente una condena ritual de la violencia.
Y sin embargo, el error es medir la fuerza de esos grupos por sus efectivos militares o por su influencia regional y no, como debiera, por la naturaleza de los problemas que tenemos planteados pero no resolvemos. Se quiere enfrentar la violencia política atendiendo sólo o exclusivamente las causas directas, las más inmediatas o visibles, pero se hace a un lado el hecho de que la violencia prospera allí donde la situación general la hace creíble...
Y en este punto, lejos de avanzar retrocedemos. Algunos precandidatos repiten frases trilladas sobre el EZLN o el EPR, pero se abstienen de ofrecer un compromiso diferente. En una palabra no sabemos qué piensan sobre este delicado tema. Veánse, por ejemplo, las precampañas políticas en curso; cualquiera diría que tienen lugar en una nación ultramoderna, capaz de confiar a los medios de masas el destino final de una elección: mucha discusión sobre los recursos, la publicidad, las alianzas o la construcción de la imagen, pero el otro país, tan real (cuando menos) como éste, apenas si aparece delineado en el paisaje de fondo que realza los patéticos discursos sobre la pobreza extrema.
Pero es una ilusión. En una nación fracturada por la miseria y la exclusión social, la presencia de media docena de grupos armados es, ciertamente, un desafío potencial a la gobernabilidad y un llamado de atención que ningún partido democrático puede darse el lujo de no escuchar.
La desigualdad resulta tan ominosa como la polarización de la riqueza, pero es absolutamente intolerable en las regiones donde prevalecen, además, rezagos políticos oprobiosos, como ocurre en Chiapas, Oaxaca y Guerrero, los estados donde aparecen de tarde en tarde los frutos de la desesperación y la violencia política.
Un país mejor es inimaginable si el próximo gobierno es incapaz de rectificar el fracaso de la acción social del Estado. El tiempo se agota. Si la parte de la sociedad mexicana que vive medianamente le da la espalda a la otra mitad que apenas sobrevive, entonces el futuro será incierto, propicio para el estallido de la violencia, a pesar de los indiscutibles avances de nuestra democra- cia. Y eso no está en ninguno de los discursos. ni en la propaganda de los candidatos y precandidatos. Pero hace falta decirlo.