Obviamente no hay fórmulas. El desarrollo económico nunca es la consecuencia inevitable de algún paradigma que pueda considerarse como una garantía previa. Que Minerva naciera perfecta y acabada de la cabeza de su padre Zeus es parte de los dominios de la mitología y del pensamiento tecnocrático que tiende a considerar la historia como un accidente prescindible: un estorbo de la razón. En realidad, los caminos al desarrollo económico son casi tantos como los países que los protagonizaron. Pero los caminos al fracaso son menos complejos de describir y entender. Generalmente son suficientes muy pocos ingredientes.
La fórmula venezolana al desastre (al subdesarrollo) tuvo fundamentalmente dos ingredientes: una economía monoexportadora que convirtió la riqueza en asunto de distribución más que de creación y una maquinaria pública bipartidista más interesada en conservarse a sí misma que a dirigir un país cuya modernización no podía depender principalmente del petróleo. Si ampliamos la mirada, habrá que reconocer que el camino venezolano al desastre se empedró desde antes, con los seis años de la dictadura de Pérez Jiménez que alimentó una forma autocrática de corrupción. Después vendrían las cuatro décadas de corrupción "democrática" en que dos partidos produjeron uno de los episodios históricos de despilfarro más gigantescos de la historia latinoamericana. El Estado convertido en una organización mafiosa dedicada a repartir favores entre sus notables, entre aquéllos que era más fácil corromper que asesinar y, de vez en cuando, entre los sectores de la población cuya agitación pudiera amenazar ese castillo de naipes mantenido junto gracias a la renta petrolera en manos de una clase dirigente de ínfima calidad.
Y ahora, después del cataclismo de los precios del petróleo, y trabada la función estatal de distribuidor de prebendas, parecería surgir una nueva modalidad de camino hacia el desastre. Llamemos provisionalmente ese camino: Hugo Chávez. Digo "parecería" y "provisionalmente" porque aún nada fatal ha ocurrido, pero el sentido de marcha es suficientemente claro para alimentar la sospecha de una evolución inercial hacia un sistema caudillista-plebiscitario. Pero, intentemos no prejuzgar demasiado.
Por lo pronto el actual presidente de Venezuela ha tenido tres ideas interesantes: involucrar el ejército de su país en tareas sociales y productivas de apoyo sistemático a la población; crear un banco público para financiar microempresas e introducir en la futura constitución del país un artículo que prohíbe legalmente el latifundio. Pero, frente a estas intuiciones positivas está un liderismo con tintes mesiánicos repleto de signos infaustos para el futuro.
El hecho que el padre de Hugo Chávez sea hoy gobernador de uno de los estados venezolanos es mal signo, como lo es la propuesta de ampliar el periodo presidencial a seis años con una reelección inmediata y la propuesta de no-financiación pública de los partidos. Si algo hay en común entre todo eso es justamente una clave liderista, que es camino experimentado hacia el desastre.
Y a empeorar las cosas, en un ambiente en que la oposición ha sido enterrada bajo montañas de descrédito popular, poco hay para contrarrestar el diletantismo constitucional que está mostrando Hugo Chávez en estos momentos. La propuesta de ampliar los poderes tradicionales del Estado a cinco, incluyendo un Poder Moral (?!) y uno Electoral, encargado, este último, de usar el referéndum para destituir a los funcionarios que no cumplan con sus promesas, se parece a un delirio pueril de experimentación constitucional. Lo cual no sería grave tratándose de un muchacho que realizara experimentos con su juguete de laboratorio químico, lo es más cuando el experimentador es presidente de un país que es la cuarta economía latinoamericana. Y, para empeorar todo el cuadro, ese mismo presidente controla el 92 por ciento de la Asamblea Constituyente y acaba de informar a sus "delegados" que tendrán apenas tres meses para redactar la nueva Carta Magna a partir del borrador que el propio presidente le presentó.
Un delirio tropical que recuerda El reino de este mundo, la novela de Carpentier escrita hace más de 50 años en Caracas, que ilustra los pocos fastos, las muchas ingenuidades y las extravagancias ridículas de la corte real haitiana de Henry Cristophe. Un libro símbolo de tantos desvaríos lideristas, comenzados con bombo y platillo, en estas partes del mundo, y terminados entre policía política, corrupción y miseria. Por desgracia, las buenas intenciones nunca son suficientes.