Entre las promesas que las autoridades capitalinas hicieron a los vecinos de Tulyehualco para lograr que "guardaran las armas" (nota de Jorge Fuentes, 6 de agosto), la más paradójica es la de ofrecerles "cursos de prevención del delito". Las comunidades urbanas de la ciudad de México (viejos barrios y nuevas colonias) nunca han necesitado lecciones para saber que el mayor peso de la prevención del delito está en sus manos.
Durante el periodo colonial y buena parte del siglo XIX, la vigilancia de la ciudad estaba a cargo de vecinos nombrados por las autoridades urbanas o elegidos por otros habitantes de su distrito. Cuando la ciudad comenzó a crecer bajo la estabilidad porfiriana, el gobierno federal trató de profesionalizar a la policía en su afán de hacer de la capital un lugar más parecido a otras urbes "civilizadas" de la época. Sin embargo, la seguridad en los barrios populares y las colonias periféricas de clase trabajadora no interesó mucho a las autoridades. Los vecinos que querían proteger sus propiedades, por escasas que éstas fueran, debían atraer la ayuda del gendarme de punto. De ahí la frecuente imagen, en grabados de la época, del complaciente policía departiendo amistoso con otros clientes de la pulquería. Los vecinos sabían que bien valía un vaso de pulque tener la ayuda del representante de la autoridad, imprescindible cuando se trataba de arrestar a un ladrón descubierto in fraganti.
Los archivos judiciales de principios del siglo XX muestran innumerables casos de robo en que los vecinos o la portera de una vecindad eran los primeros en acorralar al ladrón que entraba en un departamento. El gendarme ayudaba a llevar al sospechoso a la comisaría, pero aun ahí la participación de la comunidad no cesaba. Las víctimas podían negociar con el acusado antes de que éste fuera arrestado: me devuelves lo que te llevaste y retiro los cargos. En un caso, el gendarme mismo acompañó a la sospechosa a su casa a buscar dinero para compensar a la víctima. En otro, un tío del sospechoso le escribió un pagaré al acusador. En muchos, la víctima se apresuraba a declarar que, una vez devuelta su propiedad, no tenía interés en seguir adelante con la acusación. A nadie beneficiaba, después de todo, mandar a alguien a la cárcel y dar por perdido el cuerpo del delito en las entrañas del corrupto sistema judicial. Muchos casos de este tipo se registraron en 1915, cuando la revolución debilitó mortalmente a las autoridades capitalinas. Estas negociaciones, sólo posibles en casos en los que no había violencia, probablemente sobreviven, aunque rara vez queden registradas en los expedientes judiciales o en la cobertura de la prensa.
La profesionalización de la policía continuó después de la revolución, así como la corrupción. Lo nuevo después de 1917 fue la creciente presencia de armas de fuego (otro legado revolucionario en la ciudad), la mayor importancia de la Policía Judicial, y la proliferación de cuerpos y autoridades policiales que nada temen ni nada deben a las comunidades y a la opinión pública. Con el tiempo se hizo más firme la discutible idea de que lidiar con el crimen era un asunto de especialistas en el que las víctimas y el resto de la población no debían entrometerse. Mientras más científicos, armados y anónimos los policías, se cree, mejor. Y así llegamos a este fin de siglo, en el que policías y criminales son difíciles de discernir a los ojos de la mayoría de la población: ambos son especialistas en el crimen.
Los vecinos de Tulyehualco nos recuerdan la falacia de creer que el problema del crimen es meramente técnico o legislativo. Cuando el incremento de la criminalidad despierta el debate público, lo más común es oír peticiones para que los castigos sean más severos y más conductas sean penadas. Sin embargo, los vecinos de Tulyehualco, que también se quejan de la falta de oídos de las autoridades, demuestran en la práctica que la prevención (más que el castigo) es la necesidad primordial de la población que no puede pagar vigilancia privada. Lo que ellos necesitan no es un nuevo cuerpo paramilitar enmascarado, sino una policía accesible y responsable; no un código penal más largo y severo, sino una respuesta más directa a sus necesidades. No es necesario esperar a que la población de ésta y otras comunidades urbanas desprotegidas tomen la justicia en sus manos, si antes se puede devolverles algo de su papel en la prevención del delito.