ƑADONDE VA RUSIA?
El más reciente cambio de jefe de gobierno y de gabinete decidido por el presidente ruso, Boris Yeltsin, quien defenestró al primer ministro Serguei Stepashin y lo sustituyó con Vladimir Putin, ex espía y ex jefe del organismo que remplazó al KGB soviético, constituye una señal de alarma sobre el futuro de Rusia porque es un indicio más de que ese país marcha al garete.
En efecto, desde el fin de la Unión Soviética, la era de Yeltsin no ha tenido más líneas de continuidad que profundizar una privatización salvaje, masiva y mafiosa de la economía, antaño controlada por el aparato estatal, y concentrar en la institución presidencial poderes discrecionales y casi omnímodos, en detrimento de los otros órganos del Estado.
La doble concentración de poder económico y político en el grupo que encabeza Yeltsin pasó por la demolición de un verdadero contrapeso legislativo y la conformación de la Duma, con lo que se revivió un invento zarista, que es un simple remedo de parlamento; por los traspasos turbios de las entidades más importantes de los sectores financiero e industrial a manos privadas, casi invariablemente surgidas del propio aparato gubernamental en descomposición, y por el pleno sometimiento ruso a los organismos financieros internacionales y su renuncia al papel de potencia política y militar.
Es claro que Rusia necesita un gobierno que emprenda la tarea de reconstruir los consensos nacionales fundamentales y restaure las relaciones entre el Ejecutivo y la Duma; sin embargo, Putin, por sus antecedentes y por sus primeras actuaciones ante la prensa, se revela más como un policía que como un político y ostenta una falta de percepción y sensibilidad que, de antemano, lo inhabilitan para las tareas mencionadas.
A todas luces, el nuevo primer ministro está llamado a ser el guardián de los intereses corporativos y patrimonialistas de la facción que detenta el poder.
En el ámbito político, la arbitrariedad y la ausencia de verdaderas líneas programáticas se han traducido en una portentosa ineficiencia gubernamental ante conflictos internos, como el de Chechenia y, en días recientes, el del vecino Daguestán, así como por la abdicación de las obligaciones de la administración pública de garantizar el Estado de derecho y la paz pública.
Hoy en día, Rusia ocupa uno de los primeros lugares en la tristemente célebre lista de la corrupción mundial; en ese contexto, la manga ancha con la que operan las corporaciones delictivas sólo puede explicarse por una vinculación orgánica y estructural con las más altas esferas del poder público.
Finalmente, en el terreno económico, resulta evidente la fractura de la sociedad rusa en dos sectores claramente delineados: uno, por demás minoritario, que practica el enriquecimiento rápido, a cualquier costo y al margen de cualquier regulación, y otro, el mayoritario, que naufraga en el desempleo, la inflación, el desabasto, la privación de servicios básicos, así como la marginación más implacable.
Con base en lo anterior, es por demás dudoso que Boris Yeltsin y su fluctuante equipo sean capaces de construir en Rusia un capitalismo viable; más bien parecen empeñados en conducir su país a la barbarie.