A toda época corresponde un perfil de líder, ya sea desde la óptica de quien se considera capaz de enfrentar los problemas y propone cómo llevarlo a cabo, o de la perspectiva de la sociedad, que es la que percibe quién efectivamente tiene las características y la vocación para realizarlo. Esta no es la excepción.
Inmersos como estamos en una etapa particularmente compleja de nuestra historia, saliendo apenas de la peor crisis económica del presente siglo y sin aceptar aún los altos y desiguales costos que hemos tenido que pagar para solventarla; con rezagos que se agolpan exigiendo solución; con una población que ha crecido, y que es ya de cien millones de personas que reclaman prácticamente todo; con índices de pobreza y marginación que nos colocan en uno de los más bajos lugares del continente; queriendo ser parte de un mundo que ha hecho de la globalidad no la aspiración, sino la más apabullante realidad, tenemos que decidir el tipo de líder que necesitamos y cómo podemos atinar a elegirlo.
Es innegable que la sociedad mexicana es hoy diferente: las crisis la han vuelto recelosa y el acceso a los medios de comunicación le han dado posesión plena de la información, la cual utiliza hábilmente. No es una exageración afirmar que la democratización de la sociedad ha caminado mucho más aprisa que la que han desarrollado los partidos políticos, ya que la de ella responde a un proceso abierto y la de aquéllos a una calculada estrategia para mantener o ampliar la influencia de los grupos que a su interior actúan.
Como en todo proceso social, hay un punto de inflexión a partir del cual los acontecimientos se desbordan y los controles dejan de ser efectivos. Es probable que estemos ya en ese punto, lo cual puede probarse si analizamos con cuidado lo que estamos viendo en la férrea competencia por el poder, no sólo entre partidos, sino al interior de cada uno de ellos, que es donde resulta mucho más evidente.
Resulta también obvio que el plano en que se despliegan los partidos y quienes en su interior operan, no corresponde con lo que la sociedad espera o aspira. La gente está deseosa de conocer qué le ofrecen para resolver sus problemas concretos, los que a diario vive, los de los hijos que asoman a la adolescencia o de plano están buscando ya un empleo.
Puede que la gente se divierta con el enfrentamiento entre los prospectos, o que llamen su atención los promocionales que actúan en la lógica de la mercadotecnia política, pero eso no es garantía ni de un triunfo contundente ni de que la legitimidad sea el resultado de la abundante votación. Por más dinero y audaces propuestas que los partidos enderezan para convocar a la sociedad, los niveles de abstencionismo siguen siendo muy altos.
El verdadero enemigo no es el partido opositor, mucho menos el compañero que aspira también a ser elegido, sino los tremendos problemas que nos agobian y que exigen solución.
La lucha por el poder no puede limitarse a su obtención. El poder es el instrumento para tomar las grandes decisiones, para acometer las grandes transformaciones. El país creció en número y en problemas, y es un hecho que ya no cabe en las instituciones que sin duda le fueron eficaces. En la medida que la oferta ahí se dirija, no sólo ubicaremos a la política en su perspectiva correcta, sino que estaremos más cerca de la gente, que asume con mayor conciencia su participación en la vida pública.