Hermann Bellinghausen
Una impresión grande

De ese tamaño, el grano se veía todo reventado. La amplificación era tal que desde la puerta no se distinguían las formas; había que echarse unos pasos atrás para armar el conjunto. Eran varias las personas, y diversos sus aspectos, así como sus sexos. Lo que no transmitía la foto era la variedad de idiomas, lo casual de todo aquello.

No hacíamos un corto tipo Unesco o Benetton, que conste. Pero, Ƒquién había hecho tan grande la impresión y para qué? El estudio, vacío, volvía a ser el elefante blanco de los largos periodos en los que no cae ningún trabajo. Los London Burglars, que pese al nombre venían de Canadá, nos contrataron tres meses para un mediometraje sobre la ciudad como performance permanente. Ya no eran situacionistas, pero habían sido, y conservaban los tres básicos. El trabajito permitió al estudio un leve blindaje financiero. Aunque parecían un circo internacional (un hindú con dotes de fakir, un chino sensacional, en fin), funcionaban con esa compulsión anglosajona, calvinista. Por suerte estaban suficientemente locos. En una especie de último chiste, instalaron la foto en el muro, antes de irse.

Caminé hacia el interruptor y subí la intensidad de la luz. Me alejé otro poco.

Bastante mejor. Lo puntillista a lo Seurat disminuyó, pero la escena siguió siendo mediterránea. Y me dirás que Seurat se mareaba en las lanchas, pero yo te diré que le gustaba nadar.

La foto ocurre en la cubierta del Alhambra, en aquel súbito bomberazo que nos pidieron unos gringos desesperados. Porque la invitación llegó dirigida a nosotros. Los Burglars, o Bandidos, como les dimos en decir, muy adelantados en su mediometraje, se nos pegaron alevosamente. Y ahí vamos todos. Preferíamos Tijuana, pero el boleto decía Mexicali. Del aeropuerto nos recogieron en unos Safaris antiguos y nos llevaron directo a Santa Clara, donde nos iban a embarcar. La ruta: del sobaco de California al extremo sur del Golfo, sin tocar puerto, a la mitad exacta, en lo posible, del largo mar desesperante.

Del viaje no conservé más que una Polaroid con los Bandidos, a excepción del chino, que la tomó. Estamos paraditos, como equipo de futbol o ridícula generación graduada, mirando en dirección a Puerto Libertad. Atrás se distingue la Punta Rocosa de la Isla Angel de la Guarda.

El asunto era un programa de técnicas de meditación ecológica, cualquier cosa que eso sea. El patrón del Alhambra, un gallego de San Luis Río Colorado amigo de los clientes, nos había recomendado. Quién sabe de dónde sacó nuestros datos.

La distancia no era poca, pero el crucero fue veloz. Aparte de que nos detuvimos a una toma de ballenas frente a Isla Tortugas, navegamos tendidos hasta San Lucas.

De pronto, parado allí a mitad del estudio, en una especie de mareo el gran retrato del muro se disolvió en los colores de un caleidoscopio vidrioso que se reacomodara bien distinto. Al fin mi memoria accedió a reconstruir la historia borrada, el olvido a propósito.

La foto se tomó en el preciso momento en que sacudía al Alhambra la primera embestida del mar abierto, un Pacífico como siempre aguerrido y vengador. Nos disponíamos a posar para la del estribo, toda la banda. La crew del Alhambra incluía varias mujeres, que no es lo frecuente. Los Bandidos detrás, con sus cachuchas. Se la habían pasado bailándole al sol la mayor parte del tiempo, en un ataque rasta que les entró. Para ellos eran vacaciones. Para nosotros no, el rodaje fue casi continuo. Hasta de noche. Los del programa de meditación, que resultaron menos pelmazos de lo que parecían, nunca habían oído la palabra cansancio.

Atornillada al tripié, la cámara quedó en automático. Iba a ser una de esas panorámicas humanas donde todos dicen chis. El azote del océano fue inesperado, brutal y cronométrico. Rodamos todos. La toma es justo cuando nos incorporábamos, apoyándonos unos en otros. También la cámara, una F-2, viejita, había salido disparada, así que el disparo del obturador debió ocurrir en algún punto del aire.

La verdad, no pensé que la foto existiera. El sobresalto cambió la situación, ni quién se acordara del retrato. Ahora resultaba que los Bandidos, haciendo honor a su nombre, apañaron el rollo.

Una foto chistosa, de esas que uno mejor no enseña, como cuando te retratan comiendo pastel de cumpleaños o cayéndote a una alberca de un buen empujón. Y luego de ese tamaño, de quítate Siqueiros que ahí te voy.

Los Bandidos se la sacaron. Tenían su brujez. La travesura llevaba dedicatoria. Captaron que la foto había captado lo que yo no. El preciso momento del hallazgo, que no confesé a nadie. Según yo, era mi incierto secreto. La toma, en extremo indiscreta, decía que sí, que aunque fingiera demencia, lo que se halló, ocurrió.

Buena puntada de los Bandidos, lo que es de cada quién. Los imaginé a esas horas en Los Angeles acabando la posproducción, quitados de la pena, y nosotros allá arriba, en la foto, bien retratados. Menuda broma del Pacífico, los Bandidos y, claro, el azar.

El mural duró en el estudio lo que el desempleo. Tuvimos que quitarlo con la siguiente producción. Como si cosas así tuvieran arreglo.