Ramón Torres Estrada
Fidelia

Fidelia fue la hija de un revolucionario y una princesa yucateca de ojos claros. Su abuelo fue alquimista y su abuela tuvo tres preciosas hijas.

A los siete años, Fidelia escuchaba a Mozart, los Beatles y Bach. Tenía las rodillas raspadas y era la más popular de la cuadra por sus besos.

Nunca supo que era niña hasta que cumplió los 12 años. Para ese tiempo ya tocaba La siesta de un fauno, leía a Horacio Quiroga, Edgar Allan Poe y Pérez Galdós. A los 13 se volvió una rebelde sin causa con su cabellera larga, sus pantalones ajustados y su trompita parada. A los catorce era una mujer callada y reflexiva que leía en los tranvías y hacía largas caminatas de la estación a su casa para pasar frente a su río que olía mal.

Le gustaban los animales y tenía una gata siamesa que dormía con ella, se llamaba Melisa y ronroneaba.

A los 15 años se echaba unos fajes que daban miedo.

A los 16 me volvió loco, cuando se sentó junto a mí en La pasión de Cristo, en el Justo Sierra de la UNAM.

Fidelia era una mujer sencilla, serena y bella que amaba la naturaleza como una india piel roja que se pone en el cabello plumas porque va a nevar y andaba en su coche a toda velocidad.

Le gustaba hacer música de cámara y cuidar de sus gallinas -sabía de un vistazo si alguna estaba triste o simplemente iba a poner un huevo.

Fidelia era una mujer de agua con sus aretes de pescados que vivía feliz en su pequeño reino bajo una ceiba junto al mar.

Tuvo dos hijos, Luciano y Mateo, que nacieron en su propia cama en contra de todos los pronósticos de la ciencia, los amigos y sus papás.

Tuvo un marido con el que nunca se quiso casar y un perro negro que se llamaba Jonás.

Estudió naturismo en un ashram y se volvió vegetariana y un día descubrió que también era cristiana.

La Fide fue una princesa que sembraba, con su sonrisa discreta, felicidad; nunca le tuvo miedo a nada ni castigó a ningún villano, se limitaba a escuchar.

Vivía rodeada por su familia, amigos y animales, a los cuales cuidaba mejor que a su marido, pero éste la amaba tanto que no le importaba, porque al fin y al cabo tenía una princesa de verdad que tocaba la flauta a la orilla del mar.

Fidelia perdió la vida a los 37 años, el día de la luna más bella del año, entre el campo y la ciudad.

La Fide nos deja ahora su silencio mortal y unas ganas incontenibles de cantar.

A la memoria de Ana Fidelia Sánchez Peniche, flautista y agricultora orgánica que deja dos niños salvajes, un amante mortalmente herido de vida y una luz que incendió nuestra conciencia poco a poco -sin que nos hubiéramos nunca dado cuenta-, así era de discreta.