José Steinsleger
El triunfo de Eros

Quince siglos de guerra frontal contra la sexualidad humana y algunas personas de fuera o dentro de la Iglesia católica siguen planteando que las ``aberraciones sexuales'' son fruto de las civilizaciones en su fase decadente.

¿A cuáles aberraciones se refieren? ¿A las que narra la Biblia, sodomía (Génesis, 19:4-5), fornicación con demonios, bestialismo, masturbación ante la estatua de Moloch e incesto con madre, hija o nieta (Levítico 17:7; 18:23; 23:13 y 18:7-17)? ¿O a las dulces insinuaciones de El Cantar de los cantares?

De la doble moral de los pitagóricos, que prohibían comer habas por su parecido con las nalgas femeninas, San Agustín elaboró un orden de hábitos y costumbres reacio a los prodigios del semen y horrorizado con las necesidades del cuerpo.

Mateo sentenció que mirar a una mujer con codicia era igual a cometer adulterio con ella en el corazón (5:27). Por tanto, sólo quedaba arrancarse el ojo derecho. Pero el sabio San Jerónimo (331-420 dC), lejos de hacerle caso confesó que pese al fervor de sus penitencias y flagelaciones, el sueño lo arrojaba cada noche en los brazos de las patricias romanas. En cambio, el patriarca Orígenes (184-254 dC), de Alejandría, recurrió al libre albedrío y se cortó el pirulín con un cuchillo filoso, sacrificio algo doloroso más que heroico.

Después de su conversión, el fariseo Pablo, creador del complejo de culpa, veía en la homosexualidad desviación y degeneración. Pablo santificó el matrimonio heterosexual como mero reproductor de la especie. Mas nada dijo sobre los heterosexuales que violan la voluntad de quienes no desean ser amados, omitiendo así que en la intención radica toda desviación y degeneración erótica.

El coro de la Capilla Sixtina estaba integrado por niños depurados a tiempo de su sexo para conservarles voces de querubines. El Vaticano usó legiones de eunucos como guardia suiza de sus aposentos. Y es un secreto a voces que nunca la delincuencia sexual fue más sombría cuando los conventos de la Cruz llegaron a parecerse fraternalmente a los serrallos de la Media Luna.

El amor... ¡qué lucha! Identificado con la carne en el orbe siriaco y cristiano, el amor sería la gran prueba de nuestras debilidades y maldades. Todo cuanto constriñe al cuerpo, servicio directo al alma: ascetismo, abstinencia, ayuno, represión de los sentidos. Las diferencias cualitativas del ser humano, reducidas a meras diferencias cuantitativas.

Culpa y confesión, confusión y pecado, el amor ha tenido que vérselas con el pavoroso legado sexual de la humanidad, sujeto, en todas las civilizaciones, a la historia religiosa, política y militar. ¿Y la misoginia clerical? Otro contrasentido, pues ¿cómo se puede amar a los hombres si se odia a las mujeres?

Convengamos que en el séptimo día Dios creó a la mujer sacándola del cuerpo de Adán. ¿Quiere decir que hasta el día anterior éramos andróginos? ¿O la presencia de las tetillas y del costurón inferior del escroto en el varón no echa luz suficiente, dado que la presencia de un órgano sin función denuncia una función abolida: la unidad primordial de ambos sexos?

Si aceptamos el androginismo originario de la humanidad también debemos aceptar la idea de que la evolución diversificadora de la especie no ha llegado a anular del todo la supervivencia del otro sexo en cada individuo.

Entonces, hablar de homosexualismo, lesbianismo, transexualismo o bisexualismo sería convencional. Lo único que existe es el ejercicio de la sexualidad y el goce privativo de cada quien.

¿Decadencia moral? Sin dudas. Pero esta decadencia no nace del ejercicio libre de la sexualidad sino de la homofobia laica y religiosa: libidos encarceladas, comisarios del sexo, pornografía integrista, infelicidad erótica, clericalismo medioeval. ¿Que si la carne y la sangre son la única forma del amor?

Claro que no. Porque si a través de la sangre y de la carne fluye el amor... ¿cómo no percibir también el cuerpo a través del alma?

Pero tampoco todo tiempo pasado fue peor. El cronista Sepúlveda cuenta que los antiguos habitantes de Cuba eran dados a la lascivia y que los más poderosos sostenían todas las mujeres que podían.

Cuando algún hombre poderoso o príncipe del reino se casaba, había la costumbre de que el mismo día de la boda franquease la novia a todos los convidados.

Después de haberlos recibido sucesivamente en el lecho nupcial, la novia salía en público y sacudía el brazo derecho con fuerza, desembarazo y toda la energía posible, dando a entender con esta ceremonia que había desempeñado bien sus funciones.