Jean Meyer
¡El rey ha muerto!, ¡viva el rey!

Hassan II, sultán de Marruecos de 1961 a 1999, decimoseptimo soberano de la dinastía alauí, trigésimoquinto descendiente del profeta Mahoma, acaba de morir a los 70 años, dejando el trono a su hijo de 36 años, Mohamed VI. Marruecos está lejos de México y sin embargo... la España morisca, tan presente en nuestro país, le debe mucho. Comparto la emoción de los millones de marroquíes que vinieron a brindar un último homenaje a su rey; no sólo porque tengo una prima, una nuera, sobrinos marroquíes, sino porque sé que ellos, como toda su nación, se sienten directamente afectados y que su duelo es también un asunto de familia. Hace menos de tres semanas el rey asistía en París, al lado del presidente francés, al tradicional desfile militar del 14 de julio y, al lado de las tropas francesas, marchaba un contingente marroquí. Fue un gran momento para el orgullo nacional.

Al sultán la gente lo consideraba como el padre de la nación, no de manera tradicional, fanática e irreflexiva, sino porque se había ganado ese sitio a lo largo de los años. Los soberanos que han sabido conservar su trono durante tantos años --no hablo de los déspotas-- son muy escasos. Hassan II en eso se parece al recién desaparecido rey Hussein de Jordania. Que no al destronado sha de Irán. Como Hussein tuvo que enfrentar, en la primera mitad de su largo reinado, retos muy difíciles, levantamientos, complots, atentados a los cuales escapó de manera tan milagrosa que no cabe duda que tenía la famosa baraka, es decir, la suerte a su favor. Como el primero, después de derrotar con mano dura, muy dura, a sus adversarios, supo manifestar un notable genio político, tanto en política interior como en las relaciones internacionales.

Soberano absoluto, como su padre y sus antepasados, más cercano de Luis XIV que de la reina Isabel o del rey Juan Carlos (quien dice de él que fue su hermano mayor), ha orientado Marruecos hacia la democracia moderna. Deja instalado un Congreso, elegido democráticamente, con un gobierno dirigido por un socialista de la oposición. Ha vaciado las cárceles antes llenas de presos políticos, hasta ha dispuesto el pago de compensaciones económicas para los ex detenidos, para las familias de los muertos en terribles calabozos y de los desaparecidos. En la interminable lista de violadores de los derechos humanos, que sobran en Africa y en el mundo árabe, Marruecos era ``sólo un infractor moderado'', como lo reconoce Robert Fisk, nada amigo de ese rey que llama ``un europeo honorario''.

A diferencia del sha, supo modernizar su país sin ofenderlo en sus tradiciones y en su fe; claro, tenía a su favor descender del profeta y pertenecer a una dinastía milenaria, mientras que el sha era el hijo de un militar golpista; eso no le quita el mérito de haberse mantenido en su papel de ``comendador de los creyentes'', lo que le ahorró a Marruecos la terrible prueba del fundamentalismo, del integrismo religioso y político. Demostró al mundo que existe un Islam moderno que concilia tradición y progreso, ciencia y fe. No ha reprimido el integrismo a la manera turca, sino que le segó la hierba bajo los pies. Por lo mismo, los importantes y numerosos movimientos islamistas del país no predican la violencia.

Finalmente, a su haber queda la protección de los judíos marroquíes --vieja tradición de la monarquía-- y el papel decisivo que tuvo en las negociaciones secretas, en Marruecos, entre israelíes y palestinos. Conozco los grandes, muy grandes problemas sociales del país, pero hoy es el momento de recordar el valor, la inteligencia, la imaginación política y diplomática de Hassan II. Nuestros hombres políticos deberían seguir su ejemplo, imitar su evolución.