Olga Harmony
Libros para cocinar y otros textos

El lector avisado se habrá dado cuenta de que en mi nota anterior acerca de Ubú rey la palabra mierda entrecomillada en realidad era la famosa exclamación ¡Merdra! que tanto escozor produjo en el público de la época y que alguien de la mesa tuvo a bien cambiar, con lo que algo de lo que dije carece de sentido. Gajes del oficio de escribir crítica en la inmediatez periodística, y no es el único. En algunas ocasiones un texto dramático va teniendo un devenir que no siempre nos es dado rastrear; cuando lo hacemos, la gratificación puede ser enorme. Tal sería el caso de Muerte súbita de Sabina Berman. Es bien sabido que la talentosa dramaturga retrabaja continuamente sus textos y de cierta manera se tenía la impresión de que la versión hecha para el montaje de Francisco Franco era la definitiva. Lo es, por el momento en cuanto a su labor dramatúrgica y al excelente trazo del director. Pero en su restreno con diferente reparto ocurre un fenómeno singular: se matiza y, sin perder su agria ironía, se convierte en algo muy conmovedor.

Ignoro si por la cercanía de la escenificación con el otro reparto, que ya no me obligó a ese análisis casi instantáneo que elaboramos los críticos conforme una obra se desenvuelve en escena, es que la pude disfrutar apacible y ricamente. Creo que no es eso, sino que los tres nuevos actores logran esa especie de magia que es o que debe ser el teatro. Los jóvenes del reparto estaban bien, pero ahora Nailea Norvid, Alec Von y sobre todo Alberto Estrella -quien, a diferencia de otras veces, ha interiorizado su personaje al extremo de que sería difícil lograr otra versión para Odiseo- se convierten en los auténticos intérpretes de la obra y propician que todos sus significados puedan ser advertidos.

Si en el texto de Sabina Berman el problema de la pareja, o del triángulo, pronto deriva hacia otras profundidades, las cinco obritas que componen el espectáculo de Ignacio Escárcega Libros para cocinar sostienen cinco miradas diferentes al tema del amor y de la relación de pareja. Provienen del Teatro de Actores de Louisville, que se caracteriza por ofrecer dramas brevísimos de autores ya conocidos en el ámbito estadunidense y constituyen un abanico de tratamientos acerca del tema, el amor y el desaliento que produce su fugacidad dentro de una relación. En la primera -Lynette a las tres de la madrugada, de Jane Anderson- y la última -¡Zas!, De Lynn Notage- se introduce un elemento mágico, pero el tono y las soluciones de ambos textos no pueden ser más diferentes; cabría agregar que en el texto de Anderson los personajes son anglosajones, mientras que en la pequeña farsita de Notage muy probablemente sean afroamericanos de alguna barriada suburbana.

Tapadera, de Jeffrey Sweet, nos lleva al engaño a la mujer por parte de dos amigos de evidente clase alta. Estos matices de clase, y en ocasiones de ocupación, se dan en todos los textos y los ambientan. Cien mujeres, de Kristina Halvorson, muestra la amistad de dos estudiantes, esta vez dos féminas, y la intrusión en sus vidas del amante de una de ellas; al tratamiento ampliamente realista del texto anterior, la autora del presente opone ciertas técnicas expresionistas. En cambio, 4 a.m. de Bob Krauer -a mi entender la más compleja de las cinco obristas presentadas- nos ofrece un ambiente muy citadino estadunidense y la mayor frustración amorosa de todo el conjunto.

Si, como se nos dice, el Teatro de Actores de Louisville toma su nombre del peso que representa para los actores la interpretación de estos personajes en tan poco tiempo, también es cierto que se requiere de una idea muy clara de dirección. En este montaje se dan ambos requisitos. La escenografía de Arturo Nava, muy simple en sus elementos, resuelve el espacio del teatro López Mancera (ese extraño teatro que carece de telar y otros menesteres necesarios) cuando el espectáculo había sido planteado para un teatro universitario. Ignacio Escárcega va punteando su escenificación de esos libros que Carolina Jiménez diseñó y realizó para dar énfasis al título y a la escena final y con sutiles manejos de los elementos. El vestuario de Angeles Moreno es otro apoyo, así como la ejecución pianística en vivo de Ignacio Torres, que acompaña las canciones de Charly García que los actores cantan, en estilo paródico, durante los cambios de escena. Pero lo mejor de todo es que cada uno de los breves textos tiene el tono exacto que requiere y que supone una proeza para los actores que encarnan a sus disímbolos personajes -Mónica Huarte, Raúl Adalid, Manuel Sevilla, Juan Carlos Vives y Karina Gidi, citados por orden de aparición- con una enorme rapidez y gran solvencia.