Llego a Nueva York el 21 de julio por la tarde, es decir, en pleno verano; la noche será tormentosa, dicen. A la mañana siguiente salgo a caminar de inmediato, viendo aparadores, recordando una conversación con mi sobrino, el célebre herbolario Ariel, cuando me dice que tengo que hacer ejercicio y yo le digo que camino mucho, ¿cómo, responde, viendo aparadores? Mi fama no es muy ilustre, pero sigo caminando y deteniéndome ante los escaparates, sobre todo en esta temporada en que hay muchas baratas y en la Urbe de hierro las baratas son verdaderas; uno puede conseguir un Armani con 75 por ciento de descuento, aunque con esa reducción sigue siendo muy caro, pues se debe recordar que cada dólar vale diez pesos y que 100 pesos son apenas 10 dólares. Bueno, pero nadie me impide que vea ni que me pruebe los trajes vestida como voy, con huaraches sucios, despeinada, con cara de cansancio: me consuelo. Los famosos armanis no me parecen nada excepcional y sobre todo no me quedan bien, ¡qué alivio!
Me da hambre y entro modestamente a un salad bar, comida sana, por peso; verduras, frutas, algunos guisos, jugos, aguas, cervezas. Voy al mostrador, pido un beigl tostado y me atiende de bastante mala gana uno de los cocineros árabes, pago enfrente; los cajeros son todos chinos, aunque hay también chinas; en medio, pasando por el salón y entre las precarias mesas que hay junto a la vidriera, los barrenderos, los galopines, todos ``latinos'', más bien mexicanos, una perfecta distribución jerárquica y racial, aunque no sexual.
Subo a un autobús en el que viajan muchos viejos, de todos los olores y sabores; una viejita delgadita vestida con pantalones blancos a la rodilla, sandalias blancas con calcetines, blusa rayada azul, collar de cuentas grandes también azul, sombrerito juvenil de paja, la cabeza le tiembla (Parkisnson); la de junto muy ataviada de azul clarito, su sombrero, collarcito de perlas (dos hilos), zapatos de tacón mediano, descotados y blancos; luego una gorda calva vestida con un sari, un viejito con bastón y sarakof, una pareja de chinos, ella gorda, él muy delgado y elegante, ella habla y manotea, él calla. Suben más pasajeros, sobre todo viejos, una especie de asilo ambulante; incluyéndome. De pronto, ¡asombro!, una muchacha joven, rubia, esbelta y con minifalda, audífonos y zapatos de plataforma. Las calles van pasando con las personas que las recorre, Bergdorf Goodman, Saks, boutiques elegantes (Gucci, The Gap), las Trump Tower, delicatessen, relojes, trajes, computadoras, ropa interior, zapatos, joyas, el Rockefeller Center, San Patricio donde se celebró la misa de cuerpo presente de los Kennedy y de la cuñada Bessette. Y todas las noches, en la tele, se habla de la tragedia; los ricos también lloran, el mundo se colapsa, nada cuenta, excepto una avioneta perdida cerca de Martha's Vineyard, donde esperaban los otros Kennedy para casar a la hija póstuma de Robert.
Decido dejar la frivolidad por un momento y entro al Museo de Arte Moderno. Veo una exposición de arquitectura interesante, se llama The un Private House (¿La casa no privada o la casa sin intimidad?), ¿qué tipo de casas necesita una sociedad que se transforma y que ha hecho de lo privado una cosa pública, como bien lo demuestran el affaire Clinton-Lewinsky y la muerte de John Junior, entre otras cosas (el deceso de Lady Di, ejemplo fundamental)? La intimidad o ``privacidad'', como ahora se dice gabachamente, está siempre relacionada con situaciones políticas y los derechos individuales, derechos que en realidad son un mito, socavado éste por los medios electrónicos lo cual le produce gran alarma a un columnista de The New York Times, William Safire: ``Nuestro derecho a la intimidad nos ha sido arrebatado. Ya no se puede ir al banco, solicitar un empleo o entrar a la computadora personal sin sufrir el escrutinio de los extraños. ¿No es ya tiempo de revertir es horrible tendencia a la desnudez que está remplazando a la intimidad, uno de los esenciales valores americanos (subrayado mío)?''.
Y claro las maquetas y las fotografías que se exhiben en el museo muestran unas casas-vitrina que entregan la vida íntima a la mirada. ¿No ha adoptado también la moda esa tendencia a la desnudez? Hasta los vestidos son ahora más parecidos a la ropa interior. Es cierto, ahora se vive a la intemperie y esta exposición lo demuestra claramente.