El imperativo de la Alianza surge, en una primera instancia, por la toma de conciencia de las propias limitantes de los dos grandes partidos de la oposición (PAN y PRD) de cara a la contienda del 2000. Pero también surge debido a la urgencia de finiquitar la dilatada transición sin adicionales esperas. Los costos en que la nación ha incurrido por tal tardanza han sido enormes y muchos de ellos por completo innecesarios. Los pasivos del Fobaproa son una dolorosa muestra. Aunque estos no son, por desgracia, los únicos: la aguda y creciente desigualdad con su lacerante miseria o el descontrol del crimen organizado son otros ejemplos por demás onerosos.
Un gobierno o una forma de conducir los asuntos públicos que incurren en tan monumentales yerros no deben, ni pueden, continuar en el poder. Un cambio se antoja como indispensable y éste no apunta a generarse desde dentro de la coalición que dirige los asuntos públicos. Las inercias en las formas de pensar, actuar y defender intereses específicos de tal coalición harían nugatorio o retardarían cualquier esfuerzo al respecto. El tajante rechazo del PRI a la iniciativa de reforma electoral fue un punto crítico que sirvió como detonante de todo un proceso de búsqueda para desembocar, al fin, en esta alianza. La negativa a eliminar todo rastro de privilegios atados al oficialismo se convirtió así en un error político que bien podría llevarlos a su impensada derrota hasta pocas horas antes de la aceptación panista de sumarse a los demás actores de la oposición.
A partir de la expresa voluntad panista de coaligarse y de la instantánea respuesta perredista de adherirse a ella, la casi certeza de su factibilidad se ha esparcido en los espacios públicos con la velocidad de una esperada, casi ansiada novedad de mercado. Los estragos causados en la coalición gobernante no pueden ocultarse a pesar de los esfuerzos por minimizar lo que se creyó imposible. Ha despertado tales expectativas en los participantes y en amplios grupos de ciudadanos que, una vez desatada la dinámica, no concretarla constituiría un fracaso que marcaría a los partidos proponentes. Sus abanderados insignias, Fox y Cárdenas, arrastrarían, de ahí en adelante, el estigma de imponer sus propias ambiciones por sobre las conveniencias nacionales. El fardo a cargar sería intolerable, más aún frente a la legitimidad y presencia entre el electorado que el PRI ha venido consolidando con su disputado proceso interno.
Pero la alianza tiene aún varios obstáculos que sortear. Las señales para excluir a otros factibles candidatos es uno de ellos. Muñoz Ledo ya lo ha resaltado al declarar su voluntad de ser considerado en el proceso selectivo. Manuel Camacho, a quien se le reconoce el papel de pivote central para visualizar la oportunidad y necesidad de la alianza interpartidos, bien podría lanzarse como alternativa adicional. La polarización entre Cárdenas y Fox es un foco de múltiples tensiones y podría dar al traste no sólo con el intento de aglutinar las fuerzas dispersas sino que, también, podría alienar a muchos de los simpatizantes de las organizaciones proponentes si se vieran ante una indeseada disyuntiva. Ciertamente las corrientes ideológicas y hasta las simples posturas programáticas podrían adoptar posiciones irreductibles y levantar muros infranqueables. Afortunadamente se viene notando la disposición a enfatizar las coincidencias entre PAN y PRD, que son muchas, suavizar exigencias, matizar desplantes de sus dirigentes y empujar hacia la confluencia y la disciplina.
El método para seleccionar al candidato final de la alianza es el ángulo ríspido de las desavenencias. Y no es por simples efluvios o caprichos partidistas, sino porque, se juzga, delinearía o prefiguraría al triunfador. Si se requiere de movilizar votantes la ventaja, se piensa sin gran sustento, la tendrían los del flanco de izquierda. Si se escoge la ruta de las muestras y los sondeos, los panistas están seguros de triunfar. Lo cierto es que el método no es indiferente para la atracción de las masivas simpatías que se precisan o para la elusiva legitimidad. Las consecuencias de optar por uno u otro camino serán determinantes. No se podrá evitar recurrir al dictamen de las urnas y mientras más sean instaladas mejor, sobre todo si se pueden aplicar formas de control que den seguridad a todos. Pero una vez decidido el método de consulta, el programa básico se posesionaría del centro del escenario. Para asentarlo sobre bases sólidas, no se debe desaprovechar la ocasión de la consulta sobre el candidato y prolongarla para que los ciudadanos decidan sobre los tópicos centrales de la oferta política. El programa mínimo de gobierno y la agenda legislativa indispensable para desmontar el antiguo régimen sería el complemento que podría emerger de ese que sería el primer plebiscito para la normalidad democrática.