En el conflicto de la UNAM se observan entre los universitarios dos tendencias de cierta peligrosidad por su beligerancia. En una de las esquinas del ring encontramos a supuestos defensores de la institución desde la perspectiva del fundamentalismo liberal en boga, con lenguaje aparentemente democrático, pero de contenido claramente autoritario en concordancia con el autoritarismo de las leyes del mercado. Estos nuevos conservadores de lenguaje liberal simulan una disposición al arreglo negociado, sin dar pauta a que éste se desarrolle realmente y represente el camino a la solución del conflicto que ellos mismos provocaron. Ciertamente pretenden la permanencia de la estructura piramidal de dominación y toma de decisiones en la Universidad Nacional, y en privado manifiestan su disposición a la utilización de la fuerza pública para el rompimiento de la huelga.
En la otra esquina se ubican los sectores radicales del movimiento huelguístico, quienes asumen su movilización en los términos del viejo maximalismo de toda pretendida vanguardia revolucionaria, donde se encuentran representados algunos grupúsculos de filiación marxista-leninista, críticos de la izquierda moderada del perredismo declinante y de los partidos emergentes. Se encuentran también en ese lado del cuadrilátero los exponentes de tendencias de difícil definición por su anarquismo posmoderno por demás delirante.
En su conjunto, estos representantes del pensamiento radical de fin de siglo, por razones reales sostenidas en su miseria económica vivida y resentida, se identifican con la lucha de clases como mecanismo para dirimir las diferencias sociales que los condenan a la posición de víctimas estructurales. De ahí su derecho inalienable a la rebelión igualitaria, antiautoritaria y libertaria.
En medio de los dos extremos representados por los fundamentalismos de la izquierda radical del movimiento y de la derecha infiltrada entre las autoridades universitarias, tenemos entre estudiantes, trabajadores universitarios y las mismas autoridades una miríada de posiciones intermedias que oscilan entre la necesidad de transformar democráticamente la universidad y la pulsión por ver terminado el conflicto, en términos pacíficos y negociados, para poder continuar con su vida académica. Para desgracia del país se trata de una mayoría universitaria silenciada y silenciosa que no cuenta con la energía organizativa para oponerse con eficacia a las minorías autoritarias de la comunidad. Pero tarde o temprano el impasse deberá culminar: no hay huelga estudiantil que dure cien años ni pueblo que la aguante.
Toda proporción guardada en tiempo, forma y contenidos, la parálisis que se vive actualmente en el conflicto universitario es equiparable al difícil levantamiento de la huelga en 1968. La paranoia impera en el CGH así como en su momento imperó en el CNH; todo conciliador es un traidor en potencia y la percepción de los actores se interpreta invariablemente a partir de teorías conspirativas de simplificación extrema. La espiral de la intolerancia impide una salida concertada, con igual responsabilidad histórica para autoridades y huelguistas, y puede convertirse en la espiral de la violencia.
Urge romper con el círculo vicioso de los principios ultrajados por el adversario para convertirlo en el círculo virtuoso de los arreglos y acuerdos sostenidos. Si las lecciones de la historia no son en sí mismas suficientes, quepa recordar a las autoridades universitarias y gubernamentales que cualquier salida represiva podría incendiar la pradera de las movilizaciones civiles y revolucionarias, o bien empantanar al país dentro de esquemas fascistoides aparentemente rebasados por el proceso de transición democrática. Asimismo, los huelguistas deben recordar la inutilidad a corto plazo de los martirologios y contemplar estratégicamente el valor enorme de una posible victoria relativa, en vez de la pesadilla recurrente de una victoria absoluta imposible convertida en derrota histórica imborrable. En el pasado los movimientos estudiantiles no fueron el detonador de situaciones revolucionarias irreversibles y seguramente tampoco lo será el de 1999. La modestia política, sin protagonismos espectaculares, demostrada por la cambiante dirección política del movimiento estudiantil debiera corresponder a la mesura táctica y estratégica en los objetivos por alcanzar en la coyuntura actual. Una educación democrática, gratuita, equitativa e incluyente, de verdadera excelencia académica, se construye a pasos por diversas generaciones y no es el producto de una sola huelga por larga o significativa que ésta sea. Negociar a tiempo y saber concluir una huelga son artes que bien vale la pena practicar.