Elba Esther Gordillo
La generación de la transición

Por fortuitas y diversas razones, sin duda me ha tocado ser parte de una generación para la cual el cambio ha sido una constante y el derrumbe de las certidumbres su principal característica.

Cuando arribamos a la etapa universitaria, la movilidad social que ella garantizaba, casi de manera automática deja de ser funcional; cuando entramos al mundo laboral, las viejas y eficientes fórmulas que mantenían al empleo en expansión sostenida y al salario en permanente actualización entran en crisis; cuando nos decidimos por la administración pública, su masificación la convierte en un espacio de limitadas expectativas; cuando entramos a la política, su desfasamiento con respecto a la realidad, nos obliga a buscar nuevas vías no siempre compartidas y eficaces.

No hemos sido la única generación que ha enfrentado un fenómeno como el descrito, baste acudir a la historia para encontrar muchos otros ejemplos de generaciones que bien pudiéramos definir como sandwich.

Es probable que si nos hubieran dado a escoger, la decisión hubiera sido mantener las sólidas estructuras del pasado que tuvieron como característica la estabilidad y la solidez; sin embargo, ello no sucedió y tuvimos que resignarnos a hacer de la búsqueda nuestro axioma de vida.

Al estar en medio de quienes nunca tuvieron necesidad de pensar en cambiar y de quienes jamás conocieron la estabilidad, para la generación anterior, nos presentamos como peligrosamente irreverentes, y para la posterior, patéticamente reaccionarios.

Miembros como somos de dos mundos opuestos, a ratos nos motivó la añoranza y otros la febril necesidad de la transformación.

Pero esa generación de la que formo parte tiene ahora la responsabilidad de hacerse pleno cargo de los destinos del país, y ello sucede en momentos que la enorme transformación de la sociedad nacional y mundial no sólo nos coloca ante una realidad sin precedente, sino ante el inminente cambio de era que acompaña al nuevo siglo. La generación que nos antecedió está por abandonar la escena, y la que nos continúa acelera el paso teniendo las velas desplegadas.

Es quizá el momento de asumir plenamente nuestro papel y de decidirnos a dar un paso firme hacia adelante, largo y convencido, ahora que las circunstancias son propicias y cuando el conflicto generacional ha dejado de ser relevante frente a los nuevos paradigmas que a diario nos interpelan.

Es el momento de recuperar las aspiraciones que antes nos caracterizaron y por las cuales pagamos un alto precio, y terminar de configurar la transición en la que desde siempre estuvimos inmersos.

La transición no es un adjetivo, sino una toma de posición ante dos hechos incuestionables: la decisión de gobernar el cambio, y la convicción de que sólo en el cambio hay permanencia. No se trata de destruir lo construido, sino de entender que quedar atrapados en el pasado es tan peligroso como prescindir de él en la enorme tarea de construir el futuro.

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