Hermann Bellinghausen
Al filo

Este era un bosque donde estaban los carpinteros trabajando al pie de los árboles sin molestarlos. La madera, la viruta y las astillas procedían de otra parte, pues eran rojas, y aquí los troncos eran brumos hasta la medula.

Apacibles, esos hombres labraban y claveteaban mesas, sillas, alacenas y puertas donde ninguna casa las necesitaba. Los rayos del día entraban por partes, trazando bajo el follaje las columnas blancas de la luz.

Silbaban, canturreaban, emitían ruidos guturales e inconscientes, aturdidos por el sonido de sus propios instrumentos. Blanco cimbraba con el martillo los sólidos costados del primer ropero de sus manos, para el cual no se vislumbraba en el bosque a la redonda ropa o trapo alguno.

Las sillas se apilaban como familias de inmigrantes esperando que les repartan tierra en otro continente. Nuevas, listas para amueblar y dar asiento.

Una amplia mesa de madera casi negra de tan roja acampaba cerca de ellas, a medias comedor, a medias tilichero, pues en lo que entregaban sus obras, los carpinteros las habitaban un poco. Verde dormía en una de las camas; los demás preferían sus propias hamacas. Lo mismo Verde ocupaba para descansar las sillas. Sus compañeros reposaban sobre las rocas, contra los troncos o al ras del piso.

El olor de la resina que escurría los árboles, ámbar crudo y sin memoria, alcanzaba a intoxicarlos alrededor del mediodía. El efecto era hilarante, pero no les impedía sus labores.

Iván y Verde tenían una competencia: a ver quién de los dos hacía la puerta más ancha. Al no existir otra cosa que el techo incierto de las ramas y las hojas, las proporciones eran cosa de cada quien. ¿De qué tamaño puede una puerta donde no están muros?

Cuando se hartaban del serrote y el martillo, arrojaban al baúl (el primer mueble que construyeron) bártulos, cuñas y clavos. Las escuadras quedaban colgadas del nacimiento de las ramas bajas y se iban a La Estancia a mojarse la garganta en sus cantinas y secarse los huesos con abrazos de mujeres.

Blanco, Verde, Babás y Luciano partieron una vez. Iván se quedó a cuidar el taller en el bosque y se quedó dormido.

Un sonido le creció en los oídos, veloz como los hongos de la lluvia. Alguien más daba con el marro al instrumento de más filo. No abrió los ojos en la hamaca. Soñó que soñaba.

¿Qué manos eran esas? No se lo preguntaba. ¿Qué voluntad puede evitar los sueños mientras uno no despierte? Oyó un arrastre de tablas y palos, no las pisadas que los llevaban. Oyó la brocha untando goma. Oyó al cepillo rasurar, rítmico y cortante. Los claveteos llevaban una cadencia lenta. Finalmente, Iván oyó cantar.

Al otro día, y no temprano, retornaron sus colegas, crudos y fritos, cansados de distraerse en La Estancia, y encontraron el taller muy cambiado. Iván parecía ausente entre los muebles, los ojos como plato puestos en la nueva puerta. De lejos Verde supo que había perdido la competencia. Jamás hacía él tamaña puerta.

Iván juró que no fue él, que se la había pasado dormido. No le creyeron, y menos cuando, a manera de explicación, les contó su sueño.

Y vieran qué puerta. Adornada con grecas armoniosas, guirnaldas, garras y pezuñas de fieras. De tal dimensión su hoja que vendría grande en los hangares.

Y lo principal e impresionante: estaba abierta.

-Siquiera la hubieras cerrado -le reclamó Verde, vencido, a sus rival.

Por más que Iván repitió yo no fui, no le creyeron.