La Jornada Semanal, 1 de agosto de 1999
En un relato interrumpido por su muerte, Italo Svevo describe a un hombre que antes de acostarse se pregunta qué ocurriría si el diablo se presentara en su alcoba para proponerle el consabido pacto. El cansado protagonista está dispuesto a entregar su alma pero no sabe qué pedir a cambio. No desea volver a la juventud, terreno de la insensatez y los impulsos sin rumbo; tampoco desea la eternidad porque la vida es dolorosa y monótona; por último, sabe que la muerte no soluciona nada, y la teme como cualquiera. El hombre sonríe ante el irónico vacío en el que ha desembocado su destino. En ese momento su mujer despierta y le dice: ``Dichoso de ti que todavía tienes ganas de reír a esta hora''. La frase sella el drama de modo maestro: el hombre sin alternativas se ha vuelto incomprensible, aun para sí mismo. Su sonrisa no significa afrenta ni resignación; es el gesto de quien encara la gran broma del mundo, el punto sin retorno donde la esperanza es ya imposible.
A propósito de este tema escribe Claudio Magris: ``El dolor más intenso no es la infelicidad, sino la incapacidad de tender a la felicidad''. Con casi imperceptible crueldad, Svevo registra el crepúsculo del deseo.
El correr de los años enfrenta a los lectores a una situación semejante. Las Grandes Obras se asimilan al recuerdo y carecen de porvenir, o en todo caso existen como relectura. A cierta edad surge una felicidad de la capitulación. Los obstáculos para viajar, correr o beber como antes se sortean descubriendo un curioso placer en la renuncia. El cine deja de ser una compulsión y se convierte en un estacionamiento lleno, extenuantes escaleras, vecinos que no dejan de hablar. Algunos cinéfilos domestican sus pasiones y admiten que el video sustituya a la Cineteca como las pantuflas a los zapatos.
El lector impenitente, cuya premiosa afición ha pasado del ojo desnudo a los lentes y a las lupas, suele perder la capacidad de asombro. Si Mefistófeles se acercara a su mullido sillón, difícilmente tendría algo que ofrecerle. ¿Regresar a la juventud, esa etapa inocente en la que admiró tantos bodrios? ¿Disponer de tiempo para que todas las páginas se ordenen en una inacabable enciclopedia? La primera alternativa ruboriza a quien conoce el mal gusto que tuvo en el pasado. En un poema sobre sus subrayados, Luis Miguel Aguilar descubre que si juzgara a los clásicos por las frases que él escogió en su juventud, serían pésimos autores. La lectura es una técnica; quien ha cambiado bastantes focos en la lámpara de su escritorio, sabe que la ingenuidad es un precio demasiado alto para recuperar el sentido de la sorpresa. La segunda alternativa convierte a la lectura en un acto eterno, oficioso, libre de accidentes. Muchos de los libros que atesoramos han llegado a nosotros por un camino tan extraño que provocan la superstición de que los merecemos. La intrincada cadena de azares lleva a creer que teníamos una cita secreta con determinados libros. Si estuviéramos, para siempre, en una biblioteca infinita, sería ocioso discriminar: el mismo trámite incesante nos llevaría a todos los textos. Los tomos ilegibles tonifican a los demás. Por ello, en toda repisa que se respete debe haber libros que jamás serán leídos y sólo están ahí para reforzar la importancia de los otros.
Julio Ramón Ribeyro abre sus Prosas apátridas con esta cédula de identidad: ``¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca, donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y, entre estos libros, perdidos, los que yo he escrito''. Como el personaje de Svevo, el lector veterano sospecha que es inútil pedir un retroceso o una ampliación del tiempo destinado a la lectura. De modo perturbador, también sabe que es inútil solicitar más ganas de leer.
Es obvio que no todos los que leen pasan por este ocaso del deseo. Sin embargo, resulta difícil encontrar bitácoras de lectura donde el viajero mental comparta sus entusiasmos sin que las épocas, las modas o los cambios de percepción mengüen su ánimo. En México, los apasionados de la letra suelen escribir notas entre los 24 y los 30 años; cuando les soplan vientos más favorables, se dedican a los trabajos que en verdad querían tener. Toda vida es porosa a la experiencia, admite cambios pasionales y de ideas; en rigor, los críticos jóvenes escriben contra los que serán en el futuro. Tenemos muchos testimonios del comienzo de este idilio pero tan pocos de su maduración, que se diría que los libros dejan de ser comentables. Obviamente, no me refiero a los críticos profesionales, maratonistas que no cambian de ruta, sino a quienes dejan un testimonio amateur (aficionado y fervoroso) de su paso por los libros. Resulta difícil encontrar decanos que lleven su virulencia lectora hasta su lecho de muerte. Pero siempre hay excepciones, casos singulares donde el asombro y la gratitud por la lectura se convierten en pruebas de la última voluntad. Basten dos ejemplos, sacados de las necrológicas de la prensa británica. Anthony Burgess y Graham Greene murieron con el compromiso de entregar reseñas de novedades editoriales. Hasta el último momento vieron la crítica como la estrategia contagiosa de un placer. Ninguno de los dos hubiera aceptado un pacto con Mefistófeles, ni siquiera en aras de terminar la nota antes de la fecha de cierre. Pero sin duda habrían aprovechado la visita del diablo para recomendarle un libro.