La Jornada Semanal, 1 de agosto de 1999



Salvador Castañeda

crónica


Remanente tribal


Autor de ¿Por qué no dijiste todo? (Premio de novela Grijalbo 1979) y Los diques del tiempo, entre otros títulos, Salvador Castañeda recrea aquí con rápidos pincelazos otro cuadro de las castas coloniales, que nos vuelve más cercanos a Calcuta que a Nueva York. Toda la escena está regida por ese dios ominoso que sólo puede engendrar la sociedad mexicana: el Chac-Mall.



Entrar a Plaza Universidad por Parroquia hace necesario atravesar una clase de retén formado por vendedores ambulantes que ofrecen música estridente, gafas para el sol, globos forrados con papel aluminio; corazonsotes flotando de la mano del globero. Cigarros de importación y demás muestras de modernidad.

El atraso también está ahí representado por elotes hervidos, con crema, queso rayado y polvo de chile rojo. Hay lo mismo algodón de azúcar en grandes capullos cardados. Productos de joyería artesanal: lámina y alambre de alpaca torcidos, doblados, aplastados y retorcidos hasta la náusea. Chaquira ensartada: retén de colores.

Adentro un espacio lujuriante de mercancías, salas de cine, tiendas de ropa, zapaterías; comida, motos y coches último modelo. Electrónica, muebles, bancos, cajeros automáticos.

Un enorme domo resguarda de la lluvia, del sol y del viento ese paraíso terrenal.

Jóvenes que bajan desde las Lomas y llegan de los Pedregales invariablemente visten ropa desgastada, llevan cortes de pelo a tijeretazos de peluquero con mal de Parkinson. Sólo aparentan, porque en realidad viven con holgura, viajan al extranjero en sus vacaciones escolares, traen billeteras empachadas de efectivo o tarjeta ``llave del mundo''. Andan aquí en mayoría aplastante, y uno que otro arribista de contrabando.

Un par de restaurantes ciñen el acceso. Cada vez que abren sus entradas escapan olores de carne asada, de tortillas, de pimienta y cebollas, café de la olla con canela. La humareda de las hamburguesas a la parrilla y los condimentos quemados incitan a una rebelión gástrica. Todo el ambiente es como de fiesta. Las operaciones bursátiles marchan, la Bolsa de Valores trabaja.

Pero nunca falta un pero: la presencia, ahí, de un vestigio del pasado lo arruina todo, trastorna los tiempos y así ya nada se puede conjugar; ese remanente descompone el escenario.

A la entrada de uno de los restaurantes, flanqueada por macetones grandes de barro cocido, un grupo de nómadas con auténtica ropa gastada, hecha tiras; descalzos, prietos, de piel ajada que despachan un olor áspero y seco a orines y mugre vieja, se acomodan cerca de las macetas. Sus críos no tienen juicio; comen, lloran, gritan, se lanzan objetos, se trepan a los macetones, saltan desde ellos y uno cae de tal forma que del golpe contra el cemento el dolor lo obliga al vómito; chilla y el dolor de la fractura lo retuerce. La cabeza del grupo primitivo deja de limosnear por un momento, corre y levanta al caído pero no sabe qué hacer. Algo hablan entre ellos con un lenguaje extraño que nadie más entiende; un hablar escabroso, original. En algo se ponen de acuerdo. Entre tanto las moscas llegan quién sabe desde dónde, avisadas no se sabe cómo ni por quién y se lanzan sobre el líquido espeso.

Alguien fue por una ambulancia que asecha por ahí sin moverse. Los meseros prontos salen con cepillo y agua y dan cuenta del mosquerío que se recula cerca.

El agua arrastra con todo y el ambiente agrario desaparece. Los primitivos forzados por el miedo se reúnen en una escena remota; no saben qué pero algo temen; un algo inminente.

Las luces y los ruidos los aturden, escuchan a Michael Jackson cantando ``Asesino discreto''. Una subversión de manos aprisa con los dedos avanza en la pierna del niño. Esculcan, tentalean y diagnostican. El tiempo se agota, no les da para nada más. Llegan los enfermeros y el levantamiento manual se retira.

Aquí dentro, desde donde se observa el escenario de afuera, el clima es agradable, regulado. Los objetos tienen colores vivos y un verde satisfacción está en muchas partes. Los platos y tazas gritan. Las jarras de café caliente van de mesa en mesa. Meseras y supervisores corretean el servicio al cliente. Un policía cercano a las cajas mira los billetes que entran a la registradora y la derrota se le calca en el rostro.

Hemos ordenado raciones de ternera Wisconsin, a la parrilla; antes una sopa especial. Entre tanto afuera, frente a nosotros, a través del enorme vidrio vemos la aglomeración que se abre para dejar libre el paso. La ambulancia se calma y no grita, su ojo inyectado se apaga, la prisa de la camilla y los camilleros se detiene de golpe, los uniformes azules se acomodan en la escena. El escándalo de las botas sobre el piso se asilencia, sólo un mazacote de voces quieren decir todo. Los trashumantes traducen esto a su idioma y significa un encierro prolongado, el desmantelamiento de su organización. Trámites, licenciados y papeleos para salir; alargadas sesiones con los de Trabajo Social que tratarán de convencerlos para que se integren a la civilización, a la modernidad.

La ambulancia vuelve a gritar y arranca con los restos de un pasado tribal. La ternera Wisconsin despide un aroma a salsa inglesa. El cuchillo para carnes le entra sin dificultad.