La Jornada Semanal, 1 de agosto de 1999



Rosa Beltrán


Sergio Pitol,
Premio Juan Rulfo 1999


Nos dice Rosa Beltrán que Sergio Pitol ``tiene la llave que abre las puertas más extrañas''. Por esta razón su literatura nos conduce al otro lado del espejo, nos hace pasar por laberintos con ángulos y vueltas y revueltas que desembocan a un nuevo laberinto, y nos presenta a personajes ``humanos, demasiado humanos'', construidos con humor, sentido de lo esperpéntico y con esa forma mayor de lo amoroso que es la compasión. Relojero máximo de nuestra literatura, las obras de Pitol están ``regidas por una lógica impecable'', pero también están hechas de ``la materia de los sueños''.

Conocí a Sergio Pitol en Berlín, en un elevador. El estaba en Berlín, paseando por las calles donde alguna vez caminó Canetti; yo, en el elevador. Hay veces en que todo parece primitivo, dice Chesterton, ``cuando las estrellas no son más que chispas salidas de la fogata de un muchacho'' y no sabemos cómo usar el mundo. Cómo emplear nuestras habilidades, ni siquiera para salir de un elevador. En esos momentos de enorme ineptitud hay una suerte de humor negro que siempre juega en nuestra contra: Pitol era conocido como el autor mexicano que ``había dadoÊel salto de lo trágico a lo regocijante''. Yo me encontraba en lo trágico; él, en lo regocijante.

-¡Pitol! -le grité, y él miró a ambos lados primero, y luego hacia arriba, como si le hablaran del más allá.

-¡Aquí, en el elevador! ¡Sálvame!

-De qué -preguntó, cuando estuvo cerca.

-¡Cómo de qué! -respondí nerviosa-. Del elevador.

-¿Cuánto llevas ahí?

-No sé. Diez minutos. Media hora. Estoy empezando a creer que nací en este elevador.

Sergio reaccionó de manera asombrosa. Como el hombre que ha viajado por el mundo y puede hacer uso cabal de todo lo que hay en él, se acercó a la reja de hierro, apretó no sé qué botón y abrió la puerta. En el país del absurdo hay siempre un elemento que falta al personaje que ha entrado en él. Pero Pitol tiene la llave que abre las puertas más extrañas. Con una tranquilidad desfachatada introduce al lector a vestíbulos más bien amorfos, lejanamente familiares, de los que surgen caminos secretos que se tornan muy pronto laberintos sin salida. La imagen de un rompecabezas con la Mezquita Azul es el mejor pretexto para que un personaje narre un viaje a Estambul donde lo menos importante es Estambul mismo, o donde el exotismo del nombre y de la historia antigua del lugar sea preludio y disparador del verdadero viaje, el viaje interior. Su carta geográfica es puramente intelectual; Coyoacán, Polanco, Bújara o Samarkanda son las migajas verbales que va introduciendo en la creación de un dialecto de seres grotescos y de un espacio habitado por el disfraz.

El error más grande que un lector puede cometer al entrar en sus historias es pensar que Pitol va a llevarlo al centro de los hechos, al meollo de la cuestión. El que venga a sacarlo a uno del mínimo espacio donde lleva un tiempo encerrado no implica que al invitarlo a salir lo conduzca a donde uno espera. Porque a pesar de ser una narrativa con un desplazamiento espacial constante, su autor rechaza desde el inicio ser el guía de turistas que suele prometernos viajes a tierras remotas y acaba por llevarnos al lugar común.

Aun en sus momentos más localistas, Pitol practica el Mester de Extranjería: se niega a ver el alma nacional reducida al mariachi, al indio, al cacique rural; detesta cualquier forma de mitificación de la mexicanidad a través del folklore. Una cosa es mostrar el glamour de Frida en una reunión de artistas y otra muy distinta aceptar la versión de Dolores del Río vestida de violetera. Aun en ese epítome de la casa habitación del México urbano que es la vecindad, él ve extranjeros. Tal es el caso del edificio ubicado en la Plaza Río de Janeiro donde ocurren los incidentes de El desfile del amor. Pero ya sea allí, en Tepoztlán o en Cuernavaca, la circunstancia y la atmósfera en que se desenvuelven los hechos resiste cualquier posibilidad de ubicación geográfica. Su mirada enrarece las cosas y el modo de referirse a ellas; invariablemente ex-centriza, se escurre, su voluntad de huir lo aleja del centro como del diablo. Desde esta perspectiva, adquiere sentido que su más bello libro de ensayos se titule El arte de la fuga. En él se funden los géneros que integran nuevas formas de lectura y degustación: viajes a través de libros, ensayos filosóficos sobre el paseo como forma de meditación, relatos que son fragmentos de memorias y diarios que se tornan la máscara sonriente de un desolado paisaje interior.

Como Klosowski, como el propio Juan García Ponce a quien dedica su más decantada novela, Domar a la divina garza, por momentos Pitol es el voyeur que al escudriñar en la vida secreta del otro sus manías lo agiganta, lo vuelve pura posibilidad, lo mundifica. Pitol ve a Dante de la Estrella, a la tía Eduviges o a Jacqueline Cascorro (Cascorró, desde que descubrió el francés, aunque su verdadero nombre es María Magdalena) como un mundo portátil hecho de puras pretensiones que puede ser transportado a cualquier parte sin que sus características esenciales -aquello que hace de los personajes seres frívolos, fatuos y, por ello mismo, frágiles- se modifiquen. La grandeza del hombre contemporáneo está en la imposibilidad de vivir el heroismo sin arrastrar su miseria: ``Uno es una suma mermada por infinitas restas.''

Pero si un personaje es un mundo, a Pitol el Mundo, en cambio, le queda chico. Tal vez por esa afición de ver el Orbis Terrarum como una galería de pequeños seres que luchan contra sus delirios de grandeza es que su obra es tan actual. Lo absurdo (y lo grandioso) en Gregorio Samsa no es que se haya convertido en escarabajo, sino en que ya siéndolo, su empeño consista en alcanzar el próximo tren para ir al trabajo. Del mismo modo, el pomposo Dante de la Estrella en Domar a la divina garza puede ser para los otros ``un trozo de gelatina desfalleciente; un tembloroso ostión que se retuerce bajo las gotas de limón que sobre él van cayendo''. Pero lo patético y conmovedor para nosotros es que siendo el pobre diablo que es, un mísero pasante de abogado que medró años con una beca en Londres y no pudo titularse; que un oportunista y fatuo, un esnob, se dedique a estudiar a Gogol durante diez años para refutar las tesis de Marietta Karapetiz y nos ilustre con sus teorías gogolianas. Para Dante de la Estrella, Gogol debería ser el autor de cabecera del empresario contemporáneo pues, según él, el castigo de los personajes gogolianos radica, sobre todo, en el dispendio de sus bienes. Por ello, los personajes malagradecidos y rebeldes de sus cuentos, como aquella gatita a la que Puljeria Ivánovna quiso complacer con comida, representan al empleado sindicalizado que acaba con el patrón porque se da cuenta de que el patrón ha tratado de ganar su lealtad con blanduzcas filantropías.

Las primeras lecturas críticas de Pitol reflejan la influencia de los formalistas rusos en un momento en que, salvo excepciones, la crítica en México dependía del ``impresionismo'' y consistía en extender certificados de genialidad o pendejez. Y aunque su obra ensayística va mezclando géneros y experiencias y a medida que pasa el tiempo se vuelve más suelta y más ecléctica, de aquel momento parece conservar la idea de la literatura como una forma de extrañamiento. Lo extraordinario en Pitol, sin embargo, es que al mismo tiempo que enrarece, naturaliza toda forma de exotismo. Su escritura no es una literatura de lo exótico, sino de las formas de normalización del exotismo. Heredero de la tradición de Gogol, de Chesterton o Gombrowicz, es decir, de esos autores que han decidido elevar el desatino a la categoría de verdad simbólica, Pitol hace que todo en la obra parezca estar resonando y que nada sea lo que aparenta. No es gratuito que sus tres mejores novelas, El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal, recientemente editadas por Anagrama, aparezcan rebautizadas con el título de Tríptico del Carnaval. Pero a diferencia del desatino empleado por Gogol o por Gombrowicz, donde la voz se dispara de toda lógica y se desorbita, el tono de los personajes pitolianos es más bien racional; impostado, sin duda, y hasta juicioso. Por absurdas que sean sus ideas, la argumentación de los personajes está regida por una lógica impecable, y el desarrollo de la trama en que se mueven es un ejercicio de relojería.

Después de un largo periplo alrededor del mundo, Sergio Pitol vive actualmente en Jalapa. Tiene el jardín de su casa en otra casa donde no hay casa, sólo jardín. Es decir: Sergio Pitol tiene una casa que en perfecta sintonía con el mundo de las posibilidades siniestras expulsó al jardín, quién sabe si por comodidad o por simple envidia de sus flores. La gratísima noticia del Premio Juan Rulfo, otorgado en esta emisión a su brillante obra, hará salir a Pitol del jardín de su casa, ese hortus conclusus, para traerla al Centro, donde siempre tuvo un grupo de atípicos seguidores que han dejado de ser los ``raros'' que fueron. El mundo hoy es la aldea global que permite hablar de nazis en México y mexicanos en Estambul; un mundo a la vez procaz y erudito, donde lo normal es que aparezca en Berlín un escritor, apriete no sé qué botón de un elevador y nos lleve a dar un paseo por la verdadera literatura, ésa donde la Verdad y la Fe son sólo variantes del desatino.