La Jornada Semanal, 1 de agosto de 1999



Fabrizio Mejía Madrid


TIEMPO FUERA


El efecto barnés



Desde su inicio, el conflicto en la UNAM carece de procesamientos dentro de su comunidad. Primero, las autoridades proponen y aprueban los nuevos pagos sin hacer el menor intento por evitar la huelga. Es más: dan por hecho que los estudiantes pararán y jamás ofrecen formas para construir un consenso con trabajadores y maestros en torno a los pagos. Los paristas, por su parte, tampoco procesan la necesidad de una huelga: llaman a un referéndum que no cuantifica acuerdos o desacuerdos con el paro y refrendan en asambleas un plan de acción anunciado un mes antes. Lleno de agujeros, el conflicto está marcado por la certidumbre de que el otro llevará adelante lo que tiene planeado, pase lo que pase.

Este Efecto Barnés es resultado de una exacerbación en los niveles de sospecha. Lo que provoca la reacción estudiantil no es el ingenuo ``que pague el que declare que pueda pagar'', sino los rumores sobre los cambios en planes de estudios, la desaparición de licenciaturas, la compactación de posgrados, la privatización, y más. Pero tampoco es lo que se dice, sino quién lo dice: la autoridad encubre siempre una conjura que se verifica cuando se niega. La sospecha abarca a todos, incluso a las autoridades de la oposición. Sólo el que desconfía, sólo el descubridor de las conspiraciones de los poderosos -sean rectores, gobernantes electos o medios de comunicación-, es el que habla.

Hace doce años, cuando la huelga estudiantil del CEU, se habló de dos temas que impregnaron al resto de los combates ciudadanos de esos tiempos: el fin de la llamada ``cultura de la derrota'' de las izquierdas y de la posibilidad abierta de que los afectados por cualquier reforma institucional tuvieran participación en su diseño. Ambos asuntos -aprender a aceptar una victoria política y a responsabilizarse de un proyecto de cambio- implicaban un cierto compromiso con la apertura de lo público. Hoy, a más de una década de distancia, existe una reversión de este proceso: la derrota enaltece, los perseguidos son valiosos por la persecución en su contra y no por sus argumentos y acciones, y las propuestas hacia la solución de conflictos son vistas como una forma de colaboración con las autoridades. Los dos imaginarios que experimentan las luchas sociales de hoy son el de la víctima siempre invulnerable (quien pueda autoproclamarse como agraviado es incapaz de hacer el mal de forma intencionada y se percibe facultado para cometer injusticias como compensación a una injusticia previa en su contra), y el del afectado que piensa que su propia razón de ser sólo es el infortunio. Hemos, al fin, cosechado una década en la que los fracasos públicos (donde la ``estética de la conmoción'' implica ya una ``ética''), el escalar conflictos y demostrar que nuestras diferencias son irreductibles, son la mejor forma de (no) hacer política. Vivimos el Efecto Barnés: un clima que comienza con la imposición (donde poder y arbitrariedad son sinónimos) y que termina por la negativa a aceptar cualquier respuesta de la autoridad por el solo hecho de provenir de la cúspide de la jerarquía (donde demandas y quejas son sinónimos). Así, el conflicto no alcanza nunca a tener un piso común de lenguaje: como nadie puede explicar sus razones sin atenerse a las sospechas, el nudo del conflicto es imposible de desatar. Ese espacio intermedio que permite saber si se ha ganado o no, está ausente: todos harán lo que tienen pensado para demostrar no sólo su fuerza, sino lo puro de sus convicciones.

En lugar del lenguaje, aparece el punto más banal de la rebelión: la espontaneidad transformada en apología de lo rudimentario. El hombre ``sencillo'', ``del pueblo'', no sólo es Vicente Fox, sino la encarnación de una supuesta bastedad primordial, ``El Mega Ultra''. En un país acosado por las sospechas hacia la autoridad, el único indicador de buenas intenciones es la puerilidad. El salvaje es, por definición, carente de maldad y de culpas; lo rudimentario será reserva de ``la verdad'', ``lo auténtico''; la radicalidad no es hoy un programa sino una personalidad.

Y, de vuelta: cuando coinciden dos movimientos (la arbitrariedad de la autoridad y la banalidad de su resistencia), la política es expulsada de su espacio a favor de la disputa por el espacio de la víctima. Y, cuando eso sucede, siempre hay que esperar la violencia autojustificatoria: los verdugos dirán que no había más alternativa; las víctimas, que ya se lo esperaban. El Efecto Barnés es la señal de lo que vemos cuando la política no funciona, y lo judicial surge como la única respuesta efectiva. Es el final del lenguaje como espacio donde reside la verdad y la duda, transfigurados, de inmediato, en conjura y sospecha.