La Jornada Semanal, 1 de agosto de 1999
La intransigencia creativa de Eduardo Lizalde (1929), a la que él mismo aludió -nada lejos del ideal poetecista y en un mohín altivo- cuando dijo ``el artista, el verdadero, debe trabajar como científico, no debe tener contemplación frente al gusto o las convenciones de la época'', estriba en la voluntad de mantenerse fiel a una idea personal al mismo tiempo que objetiva de la poesía, en contra de las opiniones en boga -en esto, más que en ningún otro aspecto, está su coincidencia profunda con Borges, quien inició una crítica a fondo de las vanguardias con un gesto clásico de desdén y modestia. Asimismo, podemos apreciar esta intransigencia en la manera como Lizalde procede a confeccionar sus poemas. El ataca de frente, casi en un ejercicio de dureza definitoria, el objeto de sus percepciones: la piedra, la cobra, la zorra, la bella, el tigre, el gran canario (Dios), el César o el poema. Por eso escribió: ``Y le digo a la roca:/ muy bien, roca, ablándate,/ despierta, desperézate,/ pasa el puente del reino,/ sé tú misma, sé mía,/ dime tu pétreo nombre/ de roca apasionada.'' La poesía de Eduardo Lizalde no sólo está lejos de las carretadas de poesía vaga, sinuosa y falsamente abstracta sino que representa, en los hechos, una crítica de ese flojo estilo, a veces obeso a veces anoréxico, que domina el panorama de la poesía latinoamericana actual.
Los poemas inolvidables de Eduardo Lizalde, sobre todo los de formato mediano o corto (en los largos, como en ``Tercera Tenochtitlán'', hay a veces un dejo retórico y una tendencia a hacer una arquitectura pomposa), crean una voz concentrada y monolítica (Lizalde no tiene varias voces como Pessoa; Lizalde domina muchas formas pero posee una sola voz inconfundible) en donde la exactitud del lenguaje mide y sopesa las proporciones de la realidad. En la más pura cepa filosófica pero también en la más clara inteligencia poética, Eduardo Lizalde no deja de preguntarse a cada instante, en un vaivén agnóstico/gnóstico, si las palabras son capaces de poseer al mundo y, a la inversa, no puede dejar de cuestionarse si el mundo entra en las palabras; preguntas y cuestionamientos a los que Lizalde responde -con o sin Wittgenstein- de un modo afirmativo y sobre todo con arrogancia, pues él se ha atribuido la cualidad de nombrar, más que con certeza, de una forma categórica lanzando ecuaciones como esta: ``Y el miedo es una cosa grande como el odio.''
A pesar de que el propio Eduardo Lizalde ha señalado que es en El tigre en la casa (1970) donde comienza a actuar ``sin prejuicios, en absoluta libertad y sin servirle a tal o cual tarea'', desde algunos de sus primeros poemas pero de manera especial (con todos sus asegunes) desde Cada cosa es Babel, el lector puede advertir con toda claridad el modus operandi de Lizalde. Allí dice: ``Dime tu nombre, cosa,/ tu desnudo tejido/ por el nombre y sus cáñamos seguros./ Bestia que el solo grito de su cazador/ ya en jaula.'' A este libro también pertenecen dos versos que formulan a plenitud la estética de Lizalde: ``Para nombrar un ciervo/ hay que tener mejores músculos que el siervo.'' Y también a este volumen pertenecen estas líneas que muy bien podrían estar en Caza mayor (1979): ``La pantera en su negro/ transcurre imperceptible/ hacia negros mayores.'' Para Lizalde la palabra sí llega a la cosa en sí, el lenguaje sí revela el carácter intrínseco de los seres y las cosas, pero esto sólo puede ocurrir a condición de poseer mejores músculos que el ciervo, es decir, a condición de ser mejor que la propia realidad. En este punto, no sería difícil pensar que Lizalde está glosando la famosa frase de Paul Valéry, llevada y traída por todos lados, de que un poema se abandona, no se termina, cuando sostiene ``Todo poema/ es su propio borrador''. Pero en realidad se trata de dos poéticas opuestas. En la de Valéry, el poema siempre está por debajo de su objeto o, incluso, de sí mismo; en cambio, en la de Lizalde no, ya que el poema puede y debe estar por arriba de su objeto y, si vale la expresión, de sí mismo. Así, podríamos decir que la ideología poética de Lizalde y sus poemas más señalados encarnan la idea de una superpoesía. El poema expresa al objeto (mundano o verbal) porque lo ha alcanzado superándolo. Al revelarlo, el poema avasalla al mundo. El poema, cuando de verdad es un muy buen poema ``de perfectísima factura'', es una superrealidad, producto de un golpe, de una fuerza, de ``un manotazo afortunado''. En la poesía de Lizalde nombrar significa poseer o apropiarse. En esta poesía vemos una visión que toma o, mejor dicho, que se arroga toda la clase de bienes y al hacerlo descubre una nueva dirección en el mundo. Desde esta perspectiva, el rigor de Lizalde, su capacidad de reducir y usufructuar, nada tienen que ver con los desmayos de una poesía que ha fetichizado al lenguaje para darle la espalda a la multiplicidad del significado. Es, de un modo imprevisible, su antípoda. Aprovechándose del lujo de cierta sintaxis y cierta adjetivación barrocas, la poesía de Lizalde representa lo opuesto de los amaneramientos de una escritura peinada y despeinada a tontas y locas. Lizalde no se riza o alacia el cabello en ninguna estética. Para su desplante no hay un salón. En su poesía, el intento de llevar al extremo el lenguaje es un intento de llevar al extremo si no la realidad sí el sentido, mostrándonos que ``El genio aturde'' y que ``Resulta siempre más cómoda/ una mediocridad graciosa/ que la detonadora perfección''. Este es el tema. Por eso la poesía de Lizalde no trata del tigre, aunque deambulen en sus páginas los de Malasia o de Siberia. Una ilusión y un anzuelo para los despistados. La ``tigrización'' de esta poesía es una manera de no ver, de suavizar el hecho admirable pero al mismo tiempo grueso, picudo, incómodo de una escritura eficaz por su arrogancia y por su altivez. Gesto inusual en un tiempo en donde hasta los poetas quieren ser beatos o hermanas.